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noviembre 11, 2019

Mi primera experiencia docente. 2ª Parte

noviembre 11, 2019 25 Comments
hórreos gallegos (construcciones típicas destinadas a guardar y conservar los alimentos alejados de la humedad y de los animales)
Parece mentira, pero desde que escribí la primera parte de esta historia de carácter biográfico, ya han transcurrido tres largos años, y como suele ocurrirme se me han pasado sin ser consciente de ello, algo que cuando era mucho más joven, me sucedía justo lo contrario. También es verdad, que entonces era una auténtica novata en estas tareas blogueras, pues llevaba escasamente un par de meses de «rodaje», por lo que me supuso una grata sorpresa, comprobar el interés general de quienes me seguían en ese momento inicial, respecto a descubrir episodios de mi vida y de mi experiencia docente, lo cual fue un gran acicate para continuar actualizando el blog.
Más adelante, otros nuevos compañeros, que se fueron sumando por el camino, me animaron a continuar publicando el resto de esta inicial historia, aunque como yo no lo tenía tan claro, aplacé la continuación, pues prefería escribir otras historias sin referentes personales o autobiográficos. Ahora, heme aquí, con vosotros, quienes actualmente soléis dejaros perder por mis letras, dispuesta a retomar nuevamente este relato. Confieso que no tenía ni idea de cuando reanudaría esta continuación, pero lo cierto es que ahora me encuentro ya motivada para hacerlo, por lo que de forma circunstancial vais a ser vosotros, los que actualmente soléis frecuentar mi espacio, a quienes realmente os voy a relatar cómo transcurrió esta continuación de mi primera experiencia docente en aquel apartado lugar de la provincia de Orense, durante el curso escolar 1980-1981.
 
Tal y como os conté en la anterior entrada, dicha pedanía gallega, concretamente de la provincia de Orense, a la que fui destinada para dar clase por primera vez, se hallaba ubicada, como vulgarmente se dice «en el quinto pino» o «donde Cristo perdió las sandalias», pues tenía que dejar mi coche en una especie de arcén colindante a la carretera y luego descender por un camino de cabras hasta mi puesto de trabajo. Toda aquella caminata debía hacerla protegida por unas botas altas de goma verde, similares a las de los cabreros o pastores, con el fin de no destrozar mi calzado entre el lodazal y las piedras que cubrían la senda. Naturalmente aquel ejercicio era muy saludable, pero no tanto cuando empezó el invierno y el gélido viento y la nieve solían acompañarme durante cerca de una hora... Menos mal que mi juventud y la ingenua esperanza por contribuir a transmitir mi humanitario legado educativo, fueron lo suficientemente convincentes y me ayudaron bastante a soportar tantas dificultades.

fachada similar a la de mi escuelita, aunque mucho más reducida
Para quienes no conocéis la anterior entrada, este fue su último párrafo: «Luego llegaron las innumerables goteras, más roturas de los cristalitos de las ventanas, el frío y la nieve sin ningún medio que lo aliviase, a no ser que consintiera en ser la chica fácil y atractiva del pedáneo, para que mediase en alguna solución posible, así como también, las costumbres y tradiciones de aquellas abuelas, que hacían de madres de mis alumnos y solo entendían de varas y castigos violentos, trayéndome huevos, verduras, botellas de orujo, gallinas y otros regalos a la escuela...»

Considerando los numerosos desperfectos con los que me hallé después de las vacaciones navideñas, además de las bajas temperaturas que debía soportar y sin ningún medio que lo pudiese remediar, excepto mi indumentaria, a base de capas de lana encima de mi cuerpo, es decir, jerseys superpuestos y un abrigo con forro de borrego, guantes e incluso gorro y bufanda, tal y como si fuese a una estación de esquí o algo similar, empecé a plantearme la conveniencia de entrevistarme con el pedáneo (representante de la autoridad municipal de aquella reducida comunidad de vecinos), con intención de solventar semejante circunstancia, aunque mucho me temía el posible «precio» que me podría costar tal solicitud, estimando la pésima reputación entre los vecinos de la pedanía del tal sinvergüenza.
A mediados de enero de aquel año, plenamente abrumada por los rigores del crudo invierno y sus consiguientes incomodidades, una mañana me trasladé en mi vehículo hasta el pueblo donde residía el señor pedáneo, del cual ya he olvidado el nombre. Una vez allí, tuve que indagar el paradero del tal «personaje», pues no se encontraba en el Ayuntamiento, pese a ser su obligación, sino tranquilamente en su casa en un horario laboral, por lo que ya empecé a sospechar, que no tomaba demasiado en serio sus obligaciones. En fin, tras varios timbrazos en el interruptor de la puerta de entrada, logré entenderme con él, que desde la ventana me dijo que bajaba enseguida.
Llegados a su despacho en el Ayuntamiento, me invitó a sentarme en un sofá próximo a su mesa, aunque lo más sorprendente es que también se sentó, sin ningún miramiento a mi lado, en lugar de hacerlo en el sillón de su escritorio.

edificio central muy parecido a la vivienda del pedáneo en la localidad donde se hallaba el Ayuntamiento
Al poco de iniciar mi planteamiento sobre el motivo de mi visita, noté como uno de sus brazos me pasaba detrás del cuello tratando de sujetarme el hombro al mismo tiempo que hacía fuerza con la intención de atraerme hacia él y su rostro se me aproximaba con el firme propósito de besarme. Llegado a ese punto y en un estado de auténtica ansiedad, sentí el impulso de incorporarme dando un brinco, luego fui reuniendo fuerzas para espetarle mi desprecio, hasta apartarme a un lado y salir corriendo, escuchando a mis espaldas sus amenazas, mientras bajaba apresuradamente las escaleras enfrente del vestíbulo y salía a la calle.
Regresé a mi escuela y hablé con algunas vecinas y abuelas de mis alumnos, explicándoles todo cuánto me acababa de suceder. Ellas conocían muy bien las penalidades por las que estaba pasando y decidieron ayudarme junto con los escasos hombres, que todavía permanecían allí viviendo. Dicha reparación requería acondicionar los desperfectos del tejado, colocación de pequeños cristales para las ventanas y traslado de los materiales desde mi vehículo, aparcado en una cuneta de la carretera, hasta el cuchitril donde daba clase.
Por consiguiente y armada de valor, ya que el pedáneo me advirtió fuera de si, que no se me ocurriera reparar nada sin su permiso, correr dicho riesgo y actuar al margen.
Evidentemente tuve que abonar todos los materiales de mi bolsillo y luego con la ayuda de quienes voluntariamente se sumaron a dicha reparación, abuelas, tíos, primos y alumnos los fuimos bajando en varias carretillas. Parecía que estábamos en una procesión, todos en fila por la estrecha y dilatada
travesía de tierra y peñascos.
Podéis haceros una idea de la felicidad que me embargaba al contemplar aquella entrega tan absoluta y la perfecta coordinación por parte de vecinos, familiares y mis niños, que era como me gustaba llamar a los alumnos. En pocas horas logramos trasladar la carga completa para, digamos, dignificar la vivienda y hacerla habitable. Por fin, instalé una estufa de gas butano que caldeara el habitáculo y especialmente mis pies ateridos de frío, con las botas de goma y unos calcetines, que debían soportar toda mi jornada escolar.

pupitres de madera y mapa antiguo, muy similares a los que había en mi escuelita
Escasos días después de completar los arreglos y cuando comenzaba a oscurecer regresé al pueblo donde había podido alquilar una habitación con derecho a media pensión. Su dueña o patrona, denominada también de esta forma, me puso al corriente, con el rostro desencajado, de la visita que acababa de hacerle esa tarde el pedáneo, a quien a partir de ahora le nombraré H. P. (hijo de ...), puesto que llegó a amenazarla con el fin de cerciorarse de si era o no cierto, que yo me alojaba en su casa. En vista de lo que nos podría pasar, tanto a ella como a mí, me aconsejó que me fuera a la capital, situada a unos cincuenta y tantos kilómetros y cerca de tres cuartos de hora de viaje. Lo comprendí enseguida y al día siguiente me desplacé a Orense buscando nuevo alojamiento, que por cierto y para más seguridad, decidí quedarme en una residencia femenina de estudiantes, que regentaban unas monjas.
En menos de una semana, al subir andando en solitario hasta mi vehículo y después de finalizar mi horario escolar, tuve que agenciármelas para deshacerme nuevamente de la presencia del H.P., quien me estaba esperando con el propósito de impedirme abrir el coche y arrastrarme al suyo, lo cual, aunque ahora me parezca increíble, lo cierto es que no sé de donde sacaría las fuerzas, pero acabé tirándolo al suelo y saliendo con mi auto a toda velocidad rumbo a mi nuevo alojamiento.
Ciertamente estuve padeciendo un estado de shock durante varios días seguidos, con tremendos sobresaltos cada vez que se me venía a la mente el suceso tan traumático para mis nervios, ya de por si algo dañados tras aquella dura vivencia. De modo que les comenté a las abuelas de mis alumnos, todo aquel episodio, pidiéndoles ayuda o consejo, ante lo que decidieron que una monja, que se hallaba de visita por la aldea, me acompañase a lo largo de la tortuosa caminata hasta mi vehículo. Aquello fue efectivo, pero también tuvimos que soportar otro encontronazo con el H.P. quien en esa ocasión se acabó dando por vencido y físicamente no lo volví a ver más.

senda bastante semejante a la que recorría diariamente a pie y con mis botas de goma, para llegar a mi trabajo
La amenaza de volver a encontrarme con aquel H.P. se fue desvaneciendo con los meses, lo que me ayudó bastante a mantener un buen clima de comunicación entre mis niños y sus ancianas tutoras, que practicamente no me dejaban parar ni a sol ni a sombra, vamos que parecía ser otro miembro más de su familia, con lo que casi a diario se asomaban por mi escuelita y de paso a traerme todo tipo de regalos, incluso animales domésticos, que rechazaba explicándoles mi imposibilidad de guardarlos, cuidarlos o cocinarlos... También me aprovisionaban de varas de mimbre o de otros arbustos, para pegarles a sus nietos si no se comportaban correctamente conmigo, algo con lo que tuve que lidiar hasta convencerlas de que no era necesario, porque mi educación no tenía nada en común con la de la antigua usanza, pues su conducta era mejor de lo que se imaginaban y además me emocionaba saber que se peleaban con ellas por no faltar a clase, pese a que sus abuelas necesitaban que les ayudasen en ciertas tareas diarias, como ordeñar las vacas, acompañarlas a sus parcelas de cultivo, etc.

Bueno, mis queridos lectores, sin darme cuenta me estoy alargando demasiado y tampoco quiero apurar vuestro tiempo tan limitado para las visitas a tantos blogs, como habitualmente estáis acostumbrados, por lo que con otra tercera parte daré por concluida mi primera experiencia docente.

Muchas gracias y como siempre estaré atenta a vuestras opiniones para continuar adelante con la siguiente entrega de carácter autobiográfico.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

marzo 28, 2016

Mi primera experiencia docente. 1ª Parte

marzo 28, 2016 27 Comments
una aldea gallega semejante donde impartí clases por primera vez
En esta ocasión me he decidido a compartiros parte de mi experiencia como educadora y docente, se trata de hablaros de mis inicios cuando era una joven llena de ilusiones por transformar un panorama demasiado conformista y tradicional en la mayoría de centros educativos. 
Desde que acabé mis primeros estudios de Magisterio, allá por los años 80 y antes de retomar mi carrera de Filología Hispánica, decidí comenzar mi experiencia docente nada más y nada menos que en una perdida zona del norte de España, yo me había criado en esa franja que va de Madrid para arriba y acabé por solicitar en una convocatoria de ofertas de trabajo de la Delegación Provincial del Ministerio de Ecucación y Ciencia de la ciudad donde residía, una plaza como profesora de escuela, no me importaba si tenía que trasladarme a varios cientos de kilómetros de mi domicilio familiar, como así me sucedió, de modo que fui a parar a una humilde y perdida en el mapa, pedanía gallega. Para quienes no conozcais ese término de pedanía, os aclaro que se trata de un núcleo de población pequeño y con pocos habitantes que depende de un municipio y que está bajo la jurisdicción de un alcalde o de un juez, por consiguiente lo primero que me tocó hacer fue irme directamente al domicilio particular del "pedáneo" (alcalde de esa pequeña aldea donde estaba mi futura escuela), tras una breve visita al ayuntamiento, para intentar localizarle y que me entregase la llave de mi nuevo lugar de trabajo.

Por aquellos primeros años de los 80, este país comenzaba a salir aparentemente del oscurantismo franquista de esa España sumida en el atraso y el miedo, cosa que también experimenté cuando llegué aproximadamente con mi vehículo hasta un punto de la carretera general donde dudé, si debía o no dejarlo aparcado al borde de la misma, o aproximarme con el coche hasta aquella pedanía, cosa que al final decidí hacer, teniendo que recorrer unos pocos kilómetros a través de un sendero pedregoso y empinado, más propio para el tránsito de rebaños de ovejas o ganado, que para circular con un vehículo, cosa que caí enseguida en la cuenta, nada más detenerlo e intentar hacer una pequeña maniobra para cambiarlo de dirección y dejarlo ya preparado para la vuelta, lo cual fue imposible, puesto que con el lodazal que había a la entrada, se me quedó atascado en el barro y la mierda de las vacas que merodeaban por allí. 

un vehículo parecido al mío
Las mujeres ya mayores vestidas de negro y con pañuelos atados a la cabeza, me recibieron asombradas al ver como la futura maestra no era lo que acostumbraban a ver por allí o la persona que esperaban, sino una jovencísima chica de ciudad que no hablaba su lengua materna, o sea el gallego, sino un castellano demasiado culto o formal. También mi forma de vestir y mi presencia acabaron por desanimarlas, puesto que no había apenas nada en común. Pregunté donde estaba mi escuela y si alguien se ocupaba de dar comidas a los forasteros, enseguida una mujer de mediana edad, de piel arrugada y físicamente poco agraciada, soltera para más señas, se me aproximó para ofrecerme su ayuda y negociar el precio que debía pagarla si me hacía la comida diariamente, en cuanto a poderme quedar a dormir fue imposible, dado que la mayor parte de las personas que vivían allí, eran las abuelas o abuelos de mis alumnos, cuyos padres se hallaban en aquellos tiempos buscándose la vida en ciudades europeas como Suiza, Francia o Alemania, y sus viviendas no reunían unas condiciones higiénicas o de comodidades a las que estaba acostumbrada.

Cuando llegué a la pequeña casita que iba a ser mi futuro lugar de trabajo, ya observé con preocupación, los ventanales con una estructura de madera con pequeños rectángulos dentro del marco donde iban alojados multitud de cristalitos sujetos con clavos y muchos de ellos rotos, lo cual me hacía presagiar el abandono del local y el frío que debía hacer durante el invierno, pero la desilusión fue mayor al entrar dentro, allí el espectáculo fue desolador... Un suelo basto de cemento, paredes deslucidas de cal, donde también se hallaba una que tenía unos pequeños recuadros en negro, a modo de pequeñas pizarras y unos borradores atados con cordeles y sujetos a la pared. El escaso mobiliario que descubrí con mucha perplejidad, fue un armario de madera con puertas desvencijadas y lleno de polvo en su interior, en cuyas baldas había un montón de pequeños libros de una época remota que se suponía habían ido pasando por las manos de otros alumnos, naturalmente su información y  conocimientos estaban completamente obsoletos, lo cual me hizo pensar en la conveniencia de comprar nuevo material de estudio, que lo más probable sería que corriera por mi cuenta, como así sucedió luego. Los pupitres todavía conservaban el diseño de los años 50, es decir, pupitres biplaza de madera de haya con asiento elevable y el frontal inclinado con un par de agujeros donde iban antiguamente los tinteros escolares y que se podían alzar también para guardar sus libros y utensilios. También había una especie de mesa de escritorio para el profesor con una llave para cerrar la fila de cajones situados a ambos lados. No disponía de agua, ni tampoco de luz eléctrica y lo que debía ser el aseo no era más que un cuartucho separado por una puerta, con una especie de retrete en el suelo donde había que agacharse, en caso de necesidad.
un aula bastante similar, aunque con ventanas más modernas que la mía
Aquel panorama me dejó algo aturdida, ya que no había imaginado un lugar tan anticuado y desolador para dar clase a unos niños que necesitaban de ayuda para conocer y descubrir otras posibilidades de vida y un futuro más halagüeño al que generaciones enteras se habían acostumbrado a soportar con naturalidad.
No dudé un segundo, en cuanto salí de allí y retorné a la "civilización" horas más tarde, en dirigirme a una librería de la capital para comprar libros a mis futuros alumnos adaptados a los distintos cursos según su edad, desde párvulos a adolescentes, también me aprovisioné de infinidad de utensilios escolares modernos y naturalmente de rollos de plástico y cinta adhesiva de celulosa (celo) para forrar aquellos libros que deseaba pudieran llegar hasta final de curso, sanos y salvos. Como colofón adquirí también varias cajas de juegos didácticos, con el propósito de motivar mucho mejor a mis alumnos, ya que venían a ser el premio cuando terminaban con éxito sus tareas habituales. Y como podréis suponer a estas alturas del relato, todo corrió a cargo de mi modesta economía o de mi bolsillo particular, puesto que ni el pedáneo ni la Delegación educativa corrieron nunca con semejante dispendio.

Luego llegaron las innumerables goteras, más roturas de los cristalitos de aquellas ventanas, el frío y la nieve sin ningún medio para paliarlo, a no ser que consintiera en ser la chica fácil y atractiva del pedáneo, para que mediase en alguna solución posible, así como también, las costumbres y tradiciones de aquellas abuelas, que hacían de madres de mis alumnos y solo entendían de varas y castigos violentos, trayéndome huevos, verduras, botellas de orujo, gallinas y otros regalos a la escuela...

Muchas gracias y espero conocer vuestra opinión al respecto, para seguir o no con este relato autobiográfico, ya que preferiría despertase vuestro interés.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados