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junio 13, 2016

No era un tipo normal


Cuando apenas acababa de cumplir los veinticinco, finalizó con sobresaliente su carrera de periodismo y pensó que le esperaba todo un gran porvenir. De hecho, al principio, se lo rifaban las editoriales más conocidas de la prensa escrita en su país de residencia, pero más adelante, se fueron complicando bastante las cosas. Existía demasiado compadreo y compromisos de por medio, entre los familiares o descendientes de los ejecutivos de estas empresas, a la hora de cubrir los puestos que se quedaban vacantes y él, aquel gran profesional que había demostrado sobradamente sus méritos a lo largo de tantos años, empezaba a comprender que su trayectoria laboral debía corregir el rumbo que hasta entonces había llevado.
Una mañana su director le llamó por teléfono para proponerle viajar hasta una peligrosa zona en pleno conflicto bélico, algo que anteriormente podía rechazar, pero que ahora debía aceptar sin titubeos y así lo hizo.
Se despidió de su mujer que no paraba de acariciarle el rostro con las manos como queriendo memorizarlo, besándola en los labios apasionadamente sin poder evitar que las lágrimas se deslizasen hasta más abajo de su barbilla. Sus tres pequeños también le sujetaban las piernas tratando de que los alzase en el aire y les hiciera el juego del avión...

Una peligrosa emboscada nocturna le dejó peligrosamente herido de muerte en una calle próxima al hotel donde solía ir a dormir. En su estado casi inconsciente vio una luz que iluminaba toda la zona que cubría su herida y como el gran charco de sangre que le rodeaba se disolvía por momentos hasta desaparecer por completo, lo mismo que su herida. De repente, la visión de un ser desconocido le transmitió un estado de bienestar absoluto con un mensaje telepático: "Regresa, no eres de este mundo"

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

junio 10, 2016

Un día inolvidable



Este relato participa en el concurso de Relatos "LOL I" de El Círculo de Escritores.


        El día que Argimiro se quedó por fin solo en casa, debido al viaje que su mujer tuvo que realizar por motivos laborales, se frotó las manos pensando:
        "Me libraré unos días de las cantinelas y reproches que mi caricuchi me endilga durante el desayuno, para que llegue al trabajo hecho un basilisco; que si el peque tiene un sarpullido por comer las galletas del dálmata o la niña ya ha empezado a menstruar, que mi nuera se ha vuelto a quedar embarazada y no tiene subsidio o que su madre le dice que soy infiel. ¡Qué manía me tiene esa tunanta ! ¡Y qué decir de doña Gertrudis apostada en el balcón inspeccionando con unos prismáticos a los vecinos que entran y salen del edificio".

       Quería celebrarlo descorchando un exquisito caldo de Cabernet Sauvignon St. Helena 2007, fumarse un habano, irse con su mejor amigo de juerga y andar desnudo en casa, que le subía el nivel de endorfinas y otras cosas. También podría encestar la ropa al desvestirse en el sillón, dejar escapar los pedos que le viniera en gana o ver películas porno. 
       En esas estaba y como dios le trajo al mundo, cuando llamaron al timbre de la puerta. Dudó si abrir o no, aunque al escuchar la voz de doña Gertrudis notó que le temblaban las piernas y solo acertó a decirle que esperase un momento, pero la mujer parecía agobiada e insistió llamando de nuevo, lo cual aumentó sus pulsaciones por minuto:

        Argimiro, ayúdeme por favor, siento como una punzada en el pecho.

        Escuchó un golpe seco y la voz de la mujer pareció extinguirse por completo. 

       —¿Qué puedo hacer? —pensó, si estoy desnudo y ella padece del corazón.

       —¡Abra la puerta don Argimiro! ¡Soy el vecino del tercero! ¡Necesito ayuda para levantarla y llevarla a urgencias!.

       —Si, claro, espere un momento.

      —¿Cómo se le ocurre tener esa cachaza? con lo atenta que es doña Gertrudis. Déjese de chuflas y abra inmediatamente, se lo ordeno como agente de  la autoridad. —le dijo el subteniente Ramírez, que impaciente ante su demora pegó una fuerte patada a la puerta hasta lograr abrirla.

        El cuadro era patético, doña Gertrudis estaba en el suelo completamente pálida. Ramírez sujetaba un abanico que le dio otra vecina recostada en el suelo tratando de auxiliarla. Cuatro vecinas que acudieron con una jarra con agua y un vaso a rebosar, por si hacía falta. Otras tres personas más, que aparecieron cuando nadie las llamaba, pero que casualmente pasaban por el rellano y escucharon el estruendo de la puerta; don Argimiro exhibiendo sus vergüenzas, atónito y sin emitir palabra, lo cual desconcertó a la vecina que tenía la jarra y acabó derramando su contenido encima de las tres personas que estaban delante sin perderse nada de lo que pasaba, debido a lo cual empezaron a emitir tal griterío que el subteniente se vio obligado a sacar un pañuelo que llevaba en el bolsillo y secarles la cara, suficiente excusa para que "distraídamente" resbalase las manos por el contorno de sus senos disimulándolo luego entre carraspeos, como si nada hubiera pasado. Ellas emocionadas por su "galantería" no le dieron importancia, al contrario, les había estimulado cierta necesidad física que tenían anestesiada desde hacía tiempo.

—¡Tápese que hay señoras delante! —exclamó el subteniente exaltado— lo que motivó que la mujer con el abanico en la mano le diera en los ojos a la que estaba de rodillas junto a doña Gertrudis, cayéndose encima de ella, circunstancia propicia para reanimarla.

—¡Qué bien armado anda usted, menudo instrumento! ¡Hágame suya, don Argimiro! —suplicó doña Gertrudis, fuera de si.
 
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

Medalla de BRONCE en este concurso

junio 04, 2016

DON PERFECTO Y DOÑA PERPETUA


         El cielo amaneció empedrado de grisácea humareda, algo nada apetecible para acudir a su trabajo de luthier, que durante tanto tiempo le ocupaba la mayor parte del día. Era todo un personaje muy querido y popular entre los parroquianos que le visitaban en el caso de que alguno de sus instrumentos de cuerda se les estropease. Todos le llamaban don Perfecto, que además de ser su nombre de pila también hacía alusión a su forma de ser tan autoexigente, que le mantenía en un estado de permanente insatisfacción e inseguridad, temiendo que en cualquier momento pudiera ocurrirle un imprevisto que le privara del autocontrol y que sus ficticios defectos pudieran revelarse.

         Al abrir el establecimiento al público, entró la mujer del enterrador, doña Perpetua, cuyo nombre también decía mucho a su favor, debido a su grácil aspecto que le hacía parecer mucho más joven de lo que era en realidad.
        Venía para entregarle una vieja y destartalada guitarra, que en noches de luna clara y cuando su tonalidad era armónica, entonaba preciosas melodías incompletas, que al bueno de su marido le hacían sollozar.

        —Buenos días, doña Perpetua, déjeme que le eche un vistazo a esa obra de arte, que para mi supondrá un gran reto devolvérsela a su primitivo estado. Por cierto, luce usted hoy cual bocatto di cardinale en ayuno y penitencia, que es como ahora me siento delante de usted, más no quiero profanar el altar de su decencia y me limito a callar.

        —¡No faltaba más!, mi querido don Perfecto, examíneme... ¡Cielo santo, qué estoy diciendo! Revise el instrumento las veces que haga falta y luego usted decida qué solución tiene. Lo que puedo decirle es que aprender a mi edad el solfeo no lo veo prudente, por eso siempre me dejo llevar por lo que me dicta mi conciencia, que me anima a cantar al tuntún. Tampoco es ningún disparate, porque al fin y al cabo el único que me escucha es mi marido y está más sordo que una tapia.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados