Olivier de Sagazan ("Tranfiguration" - de su serie performativa) |
Posiblemente te parezca un loco o una mente que deshilacha pedazos de razones, estirando de esos finísimos hilos invisibles hasta la saciedad, hasta converger en un oscuro corredor por donde la muerte va y viene, con la misma expresión afilada de acero incombustible y me grita: ¡El siguiente! Más, permanezco ausente y no la contesto. Mi hierático talante me protege de tantos inexpresivos rostros ordenando una nueva ejecución, pero conozco al general y no voy a ceder un palmo de este tablero donde se juega la partida, aunque las espadas se mantengan en alto y me recuerdes que ya no hay tiempo que pueda variar los eslabones del destino.
Veo pasar instantáneas ráfagas, realidades fragmentadas de mi vida, donde distingo como fue mi infancia y de que forma crecí, con esa arrogancia de los niños adultos, con ese desdén frunciendo el ceño y mirando cual águila rapaz, al resto de los posibles candidatos a mis obsesivos juegos de soldados romanos contra guerreros vikingos, siempre cortándolos la cabeza, porque ya entonces intuía que la mía no iba del todo bien, de eso ya se encargó mi padre, cuando lo vi en las pocilgas asestándoles palizas a los infelices lechones recién nacidos, esos eran precisamente sus favoritos, para levantarlos al vuelo y lanzarlos contra las rugosas paredes de adobe donde rebotaban y caían heridos al suelo. Luego cuidando los detalles, inspeccionaba la "pieza" como un experto cirujano, para finalmente sacar su navaja afilada del bolsillo y rematarlos con saña, hundiendo aquel afilado instrumento en su delicado cuerpecito, como quien corta un fino pastel, para relamerse de gusto y sentir el placer de las hormonas inundándole las órbitas de los ojos, que le centelleaban como un poseso.
Veo pasar instantáneas ráfagas, realidades fragmentadas de mi vida, donde distingo como fue mi infancia y de que forma crecí, con esa arrogancia de los niños adultos, con ese desdén frunciendo el ceño y mirando cual águila rapaz, al resto de los posibles candidatos a mis obsesivos juegos de soldados romanos contra guerreros vikingos, siempre cortándolos la cabeza, porque ya entonces intuía que la mía no iba del todo bien, de eso ya se encargó mi padre, cuando lo vi en las pocilgas asestándoles palizas a los infelices lechones recién nacidos, esos eran precisamente sus favoritos, para levantarlos al vuelo y lanzarlos contra las rugosas paredes de adobe donde rebotaban y caían heridos al suelo. Luego cuidando los detalles, inspeccionaba la "pieza" como un experto cirujano, para finalmente sacar su navaja afilada del bolsillo y rematarlos con saña, hundiendo aquel afilado instrumento en su delicado cuerpecito, como quien corta un fino pastel, para relamerse de gusto y sentir el placer de las hormonas inundándole las órbitas de los ojos, que le centelleaban como un poseso.
¡Cuántas noches me levantaba de la cama escuchando los gruñidos y estertores de aquellas inocentes criaturas! ¡Cuántas veces mi padre me cogió por las orejas y me llamó cobarde! ¡Cuántos castigos recibí con la espalda cosida a latigazos! ¡Cuántos gritos de mi madre suplicándole que me dejase tranquilo, que sólo era un niño! ¡Cuántas palizas recibía mi madre cada vez que yo no cumplía las órdenes de mi padre! ¡Cuántos, cuantos....cuántos un día y otro también! Sería imposible de enumerarlos, porque mi padre no atendía a razones de ningún tipo y eso mismo heredé yo por desgracia. Como un virus contaminado de odio y venganza, que nunca me abandonó hasta aquel otoño cuando tu débil mirada me heló la sangre y paralizado no supe conjurar mi maleficio, para extinguir aquella hiel que me habían inoculado.
Me llegaban murmullos de la gente hablando, apenas audibles, apenas rozándoles la superficie de los labios, temerosos de emitir juicios imprudentes. Corrillos de avestruces pusilánimes, repartidas entre templos de buitres y nubes de hojalata oxidada por el miedo. Mientras tanto, presentía tu mirada con aquella piedad de las doncellas vírgenes, cuando aguardan en el lecho nupcial su crucial misión de entrega total de sus dones más íntimos. Sin embargo, mis ojos vidriosos permanecían ausentes, desdeñosos y clavados en un ángulo de noventa grados a la sombra gélida del precipicio de mi locura.
Aunque las neuronas se descolgasen por los oscuros andamios de mis lúgubres pensamientos, supe que la firme mano del tribunal superior de los desterrados a ese mundo de las almas perdidas, ya me había sentenciado y solo era una triste sombra entre las sombras del cautiverio en el que mi alma se hallaba condenada, mientras mi cuerpo se debatía en agonía sofocante.
Casi al término de exhalar mi último aliento distingo tu luz, señalándome con tu mirada angelical sin mediar palabra alguna, la habitación azul donde tantas noches danzamos cabalgando entre gemidos y sábanas de lino perfumadas de jazmín... ¡Oh! ¡Siempre me pareciste la diosa del deseo! Fuiste mi redentora de soledades y castigos, de pecados inconfesables que poco a poco me llevaron a esta locura y ahora te vuelvo a encontrar para redimir mi culpa y salvarme de nuevo... ¡Acércate y ten piedad de este ladrón que también te robó la inocencia y tu favor más preciado... tu vida...!
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados