una aldea gallega semejante donde impartí clases por primera vez |
En esta ocasión me he decidido a compartiros parte de mi experiencia como educadora y docente, se trata de hablaros de mis inicios cuando era una joven llena de ilusiones por transformar un panorama demasiado conformista y tradicional en la mayoría de centros educativos.
Desde que acabé mis primeros estudios de Magisterio, allá por los años 80 y antes de retomar mi carrera de Filología Hispánica, decidí comenzar mi experiencia docente nada más y nada menos que en una perdida zona del norte de España, yo me había criado en esa franja que va de Madrid para arriba y acabé por solicitar en una convocatoria de ofertas de trabajo de la Delegación Provincial del Ministerio de Ecucación y Ciencia de la ciudad donde residía, una plaza como profesora de escuela, no me importaba si tenía que trasladarme a varios cientos de kilómetros de mi domicilio familiar, como así me sucedió, de modo que fui a parar a una humilde y perdida en el mapa, pedanía gallega. Para quienes no conozcais ese término de pedanía, os aclaro que se trata de un núcleo de población pequeño y con pocos habitantes que depende de un municipio y que está bajo la jurisdicción de un alcalde o de un juez, por consiguiente lo primero que me tocó hacer fue irme directamente al domicilio particular del "pedáneo" (alcalde de esa pequeña aldea donde estaba mi futura escuela), tras una breve visita al ayuntamiento, para intentar localizarle y que me entregase la llave de mi nuevo lugar de trabajo.
Por aquellos primeros años de los 80, este país comenzaba a salir aparentemente del oscurantismo franquista de esa España sumida en el atraso y el miedo, cosa que también experimenté cuando llegué aproximadamente con mi vehículo hasta un punto de la carretera general donde dudé, si debía o no dejarlo aparcado al borde de la misma, o aproximarme con el coche hasta aquella pedanía, cosa que al final decidí hacer, teniendo que recorrer unos pocos kilómetros a través de un sendero pedregoso y empinado, más propio para el tránsito de rebaños de ovejas o ganado, que para circular con un vehículo, cosa que caí enseguida en la cuenta, nada más detenerlo e intentar hacer una pequeña maniobra para cambiarlo de dirección y dejarlo ya preparado para la vuelta, lo cual fue imposible, puesto que con el lodazal que había a la entrada, se me quedó atascado en el barro y la mierda de las vacas que merodeaban por allí.
un vehículo parecido al mío |
Las mujeres ya mayores vestidas de negro y con pañuelos atados a la cabeza, me recibieron asombradas al ver como la futura maestra no era lo que acostumbraban a ver por allí o la persona que esperaban, sino una jovencísima chica de ciudad que no hablaba su lengua materna, o sea el gallego, sino un castellano demasiado culto o formal. También mi forma de vestir y mi presencia acabaron por desanimarlas, puesto que no había apenas nada en común. Pregunté donde estaba mi escuela y si alguien se ocupaba de dar comidas a los forasteros, enseguida una mujer de mediana edad, de piel arrugada y físicamente poco agraciada, soltera para más señas, se me aproximó para ofrecerme su ayuda y negociar el precio que debía pagarla si me hacía la comida diariamente, en cuanto a poderme quedar a dormir fue imposible, dado que la mayor parte de las personas que vivían allí, eran las abuelas o abuelos de mis alumnos, cuyos padres se hallaban en aquellos tiempos buscándose la vida en ciudades europeas como Suiza, Francia o Alemania, y sus viviendas no reunían unas condiciones higiénicas o de comodidades a las que estaba acostumbrada.
Cuando llegué a la pequeña casita que iba a ser mi futuro lugar de trabajo, ya observé con preocupación, los ventanales con una estructura de madera con pequeños rectángulos dentro del marco donde iban alojados multitud de cristalitos sujetos con clavos y muchos de ellos rotos, lo cual me hacía presagiar el abandono del local y el frío que debía hacer durante el invierno, pero la desilusión fue mayor al entrar dentro, allí el espectáculo fue desolador... Un suelo basto de cemento, paredes deslucidas de cal, donde también se hallaba una que tenía unos pequeños recuadros en negro, a modo de pequeñas pizarras y unos borradores atados con cordeles y sujetos a la pared. El escaso mobiliario que descubrí con mucha perplejidad, fue un armario de madera con puertas desvencijadas y lleno de polvo en su interior, en cuyas baldas había un montón de pequeños libros de una época remota que se suponía habían ido pasando por las manos de otros alumnos, naturalmente su información y conocimientos estaban completamente obsoletos, lo cual me hizo pensar en la conveniencia de comprar nuevo material de estudio, que lo más probable sería que corriera por mi cuenta, como así sucedió luego. Los pupitres todavía conservaban el diseño de los años 50, es decir, pupitres biplaza de madera de haya con asiento elevable y el frontal inclinado con un par de agujeros donde iban antiguamente los tinteros escolares y que se podían alzar también para guardar sus libros y utensilios. También había una especie de mesa de escritorio para el profesor con una llave para cerrar la fila de cajones situados a ambos lados. No disponía de agua, ni tampoco de luz eléctrica y lo que debía ser el aseo no era más que un cuartucho separado por una puerta, con una especie de retrete en el suelo donde había que agacharse, en caso de necesidad.
Aquel panorama me dejó algo aturdida, ya que no había imaginado un lugar tan anticuado y desolador para dar clase a unos niños que necesitaban de ayuda para conocer y descubrir otras posibilidades de vida y un futuro más halagüeño al que generaciones enteras se habían acostumbrado a soportar con naturalidad.
No dudé un segundo, en cuanto salí de allí y retorné a la "civilización" horas más tarde, en dirigirme a una librería de la capital para comprar libros a mis futuros alumnos adaptados a los distintos cursos según su edad, desde párvulos a adolescentes, también me aprovisioné de infinidad de utensilios escolares modernos y naturalmente de rollos de plástico y cinta adhesiva de celulosa (celo) para forrar aquellos libros que deseaba pudieran llegar hasta final de curso, sanos y salvos. Como colofón adquirí también varias cajas de juegos didácticos, con el propósito de motivar mucho mejor a mis alumnos, ya que venían a ser el premio cuando terminaban con éxito sus tareas habituales. Y como podréis suponer a estas alturas del relato, todo corrió a cargo de mi modesta economía o de mi bolsillo particular, puesto que ni el pedáneo ni la Delegación educativa corrieron nunca con semejante dispendio.
Luego llegaron las innumerables goteras, más roturas de los cristalitos de aquellas ventanas, el frío y la nieve sin ningún medio para paliarlo, a no ser que consintiera en ser la chica fácil y atractiva del pedáneo, para que mediase en alguna solución posible, así como también, las costumbres y tradiciones de aquellas abuelas, que hacían de madres de mis alumnos y solo entendían de varas y castigos violentos, trayéndome huevos, verduras, botellas de orujo, gallinas y otros regalos a la escuela...
Muchas gracias y espero conocer vuestra opinión al respecto, para seguir o no con este relato autobiográfico, ya que preferiría despertase vuestro interés.
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados