Por otro lado a mamá le daba por hablar de cosas increíbles, como ver la televisión o mirarse en el espejo. La verdad es que continuaba sin entender a qué se estaba refiriendo, porque mi mundo era perfecto y no necesitaba semejantes chismes, ya que no había nada que escapase de mi propia burbuja compuesta de una mezcla de sonidos, sabores; palabras, olores y sensaciones táctiles. Tampoco conocía el motivo que le hacía tartamudear, haciendo pausas largas y dejando que su rostro se cubriera de lágrimas que luego me encargaba de secar con mis manitas.
Un día, ellos me contaron que tenían superpoderes y que cuando jugaban a detectives lo hacían para descubrir el paradero en donde se escondía mi «vista» y de este modo capturarla y devolvérmela. No pude descifrar su mensaje, pero me conformé con dejarlo pasar hasta que me hiciera mayor.
En otra ocasión, mamá quiso leerme un cuento, recostando la cabeza en mi pecho para abrazarme con fuerza. Comenzó con estas palabras que aún recuerdo: «Había una vez una niña ciega que dibujaba sonrisas en los rostros de los niños tristes. Por consiguiente, comprobó que podía mitigar las penas de sus amigos y se sintió feliz».
—Es una niña como yo, mamá.
—Sí, como tú.
—Entonces aprenderé a dibujar sonrisas en tu cara.
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados