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noviembre 25, 2019

Las desgracias nunca vienen solas


A temprana hora zarpamos en plena borrasca, soportando las inclemencias de un cielo amenazante sobre nuestras cabezas de aguerridos lobos marinos. La costumbre de nuestro rudo trabajo, faenando en el mar, nos fue convirtiendo en criaturas un tanto sobrenaturales, al soportar el hambre, el cansancio, los cambios bruscos de temperatura, la supervivencia tras los naufragios y tantas adversidades con las que nos relacionábamos transitando los mil océanos que atravesábamos.
Viajábamos a bordo de un barco pesquero de altura, llamado así porque estaba destinado principalmente a la pesca del bacalao, que en el pasado, se solía realizar con barcos de vela. 
A eso del mediodía la mar estaba rizada, por lo que procuramos pedir clemencia a los dioses para que nos concedieran una tranquila jornada. Tras la hora de la comida notamos como el motor empezaban a fallar, por lo que tuvimos que bajar hasta la sala máquinas y olvidarnos de la pesca.
El armador nos convocó a todos los tripulantes a una reunión de emergencia a eso de la media tarde, cuando las luces del horizonte comenzaban a desfallecer y sus tonos anaranjados iban dando paso a otros parduzcos y violáceos. Inesperadamente comenzó a caer una tromba de agua y nuestros polizones, diseminados por la bodega y las cubiertas, comenzaron a hacerse los encontradizos. Una caterva de ratas luchaba por sobrevivir entre los desperdicios y restos de alimentos que aún permanecían a salvo de la inundación del barco tras el imponente torrencial.
Ya bien oscurecido, el mar comenzó a sufrir olas de entre 60 centímetros y más de un metro de altura. Hasta que en la madrugada se volvieron peligrosas. Un gran temporal amenazaba nuestras vidas y el armador preso del pánico, nos aconsejó abandonar el barco en varias lanchas neumáticas.
Tres lanchas se dieron la vuelta al caer algunos tripulantes, con lo que no pudimos rescatarlos, quedándonos atónitos nada más comprobar el modo en que las olas los sepultaban como cáscaras de huevo... Se hizo un silencio sobrecogedor mientras un insistente balbuceo dejaba escapar las plegarias de quienes veían su muerte demasiado próxima.
Ante la imposibilidad de luchar contra las gigantescas olas que finalmente rompieron el casco, sin pensármelo mucho, cedí al impulso de arrojarme desde proa.
Aturdido por la fuerza de la corriente, sentía en mi cuerpo la gélida y húmeda superficie que me arrastraba inexorablemente junto a los cadáveres de otros compañeros. 
—No puede ser real —me decía a mí mismo—
—No quiero acabar aquí, soy muy joven y tengo toda una vida por delante.
—Tengo que recuperar la calma. No puedo dejarme llevar por la angustia y el miedo.
—Mis padres me esperan en casa. ¡No es justo abandonarlos ahora!
—Debo encontrar algo con lo que sujetarme para que no me trague el agua.... ¡Glup, glup, glup!
—...
—¡Ehhh...! ¿Me oyes?... 
—¿Quién me llama?... ¿Dónde estás?... ¡No veo a nadie en esta oscuridad!
—Gira hacia el otro lado y me verás...
—¡No, nooo! ¡Estás muerto! ¡No eres más que una alucinación!
—Acéptalo, no hay salida... No temas, he venido a buscarte. ¡Yo te guío!
—...
—¡Hay que intubar al paciente! ¡Mantenga la ventilación y oxigenación adecuada! 
—Doctor, el paciente sigue en coma y sus constantes vitales son muy bajas. 
—¡Quiero ver a mi marido!, enfermera.
—¡Cálmese señora, está en buenas manos! ¡Acaba de sufrir un infarto!
—Temo que abusó de la ingesta de pastillas, en este nuevo intento.
—Tranquila señora, lo sabemos. Nunca aceptó la tragedia que le «robó» a su hijo.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

noviembre 18, 2019

La ciudad imaginaria (variaciones para un sueño)

Michael Cheval (pintura surrealista)


MICRORRETO Nº 4: LA SONRISA
     Estas son las bases para participar en este microrreto:
  • Un microrrelato cuya extensión máxima sea de 300 palabras. 
  • El tema es libre, pero el relato deberá terminar con la frase: "Y ENTONCES SONRIÓ.". También se admitirá cualquier variación de la persona o el tiempo del verbo SONREÍR (sonreí, sonreíste, sonrieron, sonreiré, sonreiría...) 
  • Podéis publicarlo en vuestro blog o bien en los comentarios a esta entrada. Si queréis, podéis incluir la imagen...
Tal y como habéis podido imaginaros, vuelvo a participar en este cuarto reto, que nuestro compañero David Rubio ha tenido la brillante idea de sugerirnos. Se trata de una ensoñación narrada con estilo surrealista y poético, que deseo sea de vuestro agrado y os anime a dejar volar vuestra imaginación.
Muchas gracias a cuántos tengáis la amabilidad de regalarme parte de vuestro tiempo y dejarme vuestras atentas letras.
También para los compañeros/as, que participais en este reto, os manifiesto toda mi gratitud por tomaros la molestia de comentarme vuestras apreciaciones sobre el microrrelato.
Un abrazo por adelantado para cada uno de vosotr@s.
Y ahora sin más dilaciones os invito a su lectura, perdiéndote en la ciudad imaginaria, como ha comentado Julio David.

Me acostumbré de tal manera a su presencia, a la voz que se adentraba en mi pecho y acariciaba mis hombros, al cálido tono con el que interpretaba magistralmente sus canciones, que cada noche sentada en la esquina de mi cama le soñaba, le invitaba a acompañarme entre mis sábanas aladas, jugueteando con su abrazo de terciopelo azul y sus inquietas manos recorriendo los cabos y golfos del mapa geográfico de mi tembloroso cuerpo, entregado a sus caprichos.

Pronto sucumbí al hipnótico deseo de llegar hasta la ciudad flotante y luminosa, alfombrada de tupidas madreselvas y fuentes adornando sus calles. Con puentes donde se cruzaban el olvido y el recuerdo, cada uno de espaldas al otro. Avenidas de la libertad robada e hipotecada vilmente. No tardé un segundo en instalar mi campamento de refugiados del desamor y la desesperanza, que casi de forma instantánea, acabó abarrotado y aterido del frío de la soledad no deseada.

Mi cabeza revestida con tejados de piedra, dejaba resbalar el goteo permanente de la lluvia por sus aleros, limpiando las calles y permitiendo que los niños saltaran alegremente en los charcos que se formaban. Mis brazos entrelazaban las fachadas enjalbegadas y renegridas por la humedad, con balcones de hierro perfumados de jazmines. Mis piernas se alargaban en callejuelas románticas y frondosos parques plateados por la luna.

Notaba como las mariposas del sueño giraban en círculos sobre mis hombros de ladrillo y cemento, de pilares de piedra o de muros de granito… Nunca dejaron de anidar los pájaros en mi manos, hechizándome con sus trinos, mientras el viento afinaba sus instrumentos de metal para regocijo de los niños, haciéndome cosquillas en los pies con tal de que no me quedara perpetuamente dormida, durante aquel plácido concierto. Y entonces sonreí.


(293 palabras)

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados



noviembre 11, 2019

Mi primera experiencia docente. 2ª Parte

hórreos gallegos (construcciones típicas destinadas a guardar y conservar los alimentos alejados de la humedad y de los animales)
Parece mentira, pero desde que escribí la primera parte de esta historia de carácter biográfico, ya han transcurrido tres largos años, y como suele ocurrirme se me han pasado sin ser consciente de ello, algo que cuando era mucho más joven, me sucedía justo lo contrario. También es verdad, que entonces era una auténtica novata en estas tareas blogueras, pues llevaba escasamente un par de meses de «rodaje», por lo que me supuso una grata sorpresa, comprobar el interés general de quienes me seguían en ese momento inicial, respecto a descubrir episodios de mi vida y de mi experiencia docente, lo cual fue un gran acicate para continuar actualizando el blog.
Más adelante, otros nuevos compañeros, que se fueron sumando por el camino, me animaron a continuar publicando el resto de esta inicial historia, aunque como yo no lo tenía tan claro, aplacé la continuación, pues prefería escribir otras historias sin referentes personales o autobiográficos. Ahora, heme aquí, con vosotros, quienes actualmente soléis dejaros perder por mis letras, dispuesta a retomar nuevamente este relato. Confieso que no tenía ni idea de cuando reanudaría esta continuación, pero lo cierto es que ahora me encuentro ya motivada para hacerlo, por lo que de forma circunstancial vais a ser vosotros, los que actualmente soléis frecuentar mi espacio, a quienes realmente os voy a relatar cómo transcurrió esta continuación de mi primera experiencia docente en aquel apartado lugar de la provincia de Orense, durante el curso escolar 1980-1981.
 
Tal y como os conté en la anterior entrada, dicha pedanía gallega, concretamente de la provincia de Orense, a la que fui destinada para dar clase por primera vez, se hallaba ubicada, como vulgarmente se dice «en el quinto pino» o «donde Cristo perdió las sandalias», pues tenía que dejar mi coche en una especie de arcén colindante a la carretera y luego descender por un camino de cabras hasta mi puesto de trabajo. Toda aquella caminata debía hacerla protegida por unas botas altas de goma verde, similares a las de los cabreros o pastores, con el fin de no destrozar mi calzado entre el lodazal y las piedras que cubrían la senda. Naturalmente aquel ejercicio era muy saludable, pero no tanto cuando empezó el invierno y el gélido viento y la nieve solían acompañarme durante cerca de una hora... Menos mal que mi juventud y la ingenua esperanza por contribuir a transmitir mi humanitario legado educativo, fueron lo suficientemente convincentes y me ayudaron bastante a soportar tantas dificultades.

fachada similar a la de mi escuelita, aunque mucho más reducida
Para quienes no conocéis la anterior entrada, este fue su último párrafo: «Luego llegaron las innumerables goteras, más roturas de los cristalitos de las ventanas, el frío y la nieve sin ningún medio que lo aliviase, a no ser que consintiera en ser la chica fácil y atractiva del pedáneo, para que mediase en alguna solución posible, así como también, las costumbres y tradiciones de aquellas abuelas, que hacían de madres de mis alumnos y solo entendían de varas y castigos violentos, trayéndome huevos, verduras, botellas de orujo, gallinas y otros regalos a la escuela...»

Considerando los numerosos desperfectos con los que me hallé después de las vacaciones navideñas, además de las bajas temperaturas que debía soportar y sin ningún medio que lo pudiese remediar, excepto mi indumentaria, a base de capas de lana encima de mi cuerpo, es decir, jerseys superpuestos y un abrigo con forro de borrego, guantes e incluso gorro y bufanda, tal y como si fuese a una estación de esquí o algo similar, empecé a plantearme la conveniencia de entrevistarme con el pedáneo (representante de la autoridad municipal de aquella reducida comunidad de vecinos), con intención de solventar semejante circunstancia, aunque mucho me temía el posible «precio» que me podría costar tal solicitud, estimando la pésima reputación entre los vecinos de la pedanía del tal sinvergüenza.
A mediados de enero de aquel año, plenamente abrumada por los rigores del crudo invierno y sus consiguientes incomodidades, una mañana me trasladé en mi vehículo hasta el pueblo donde residía el señor pedáneo, del cual ya he olvidado el nombre. Una vez allí, tuve que indagar el paradero del tal «personaje», pues no se encontraba en el Ayuntamiento, pese a ser su obligación, sino tranquilamente en su casa en un horario laboral, por lo que ya empecé a sospechar, que no tomaba demasiado en serio sus obligaciones. En fin, tras varios timbrazos en el interruptor de la puerta de entrada, logré entenderme con él, que desde la ventana me dijo que bajaba enseguida.
Llegados a su despacho en el Ayuntamiento, me invitó a sentarme en un sofá próximo a su mesa, aunque lo más sorprendente es que también se sentó, sin ningún miramiento a mi lado, en lugar de hacerlo en el sillón de su escritorio.

edificio central muy parecido a la vivienda del pedáneo en la localidad donde se hallaba el Ayuntamiento
Al poco de iniciar mi planteamiento sobre el motivo de mi visita, noté como uno de sus brazos me pasaba detrás del cuello tratando de sujetarme el hombro al mismo tiempo que hacía fuerza con la intención de atraerme hacia él y su rostro se me aproximaba con el firme propósito de besarme. Llegado a ese punto y en un estado de auténtica ansiedad, sentí el impulso de incorporarme dando un brinco, luego fui reuniendo fuerzas para espetarle mi desprecio, hasta apartarme a un lado y salir corriendo, escuchando a mis espaldas sus amenazas, mientras bajaba apresuradamente las escaleras enfrente del vestíbulo y salía a la calle.
Regresé a mi escuela y hablé con algunas vecinas y abuelas de mis alumnos, explicándoles todo cuánto me acababa de suceder. Ellas conocían muy bien las penalidades por las que estaba pasando y decidieron ayudarme junto con los escasos hombres, que todavía permanecían allí viviendo. Dicha reparación requería acondicionar los desperfectos del tejado, colocación de pequeños cristales para las ventanas y traslado de los materiales desde mi vehículo, aparcado en una cuneta de la carretera, hasta el cuchitril donde daba clase.
Por consiguiente y armada de valor, ya que el pedáneo me advirtió fuera de si, que no se me ocurriera reparar nada sin su permiso, correr dicho riesgo y actuar al margen.
Evidentemente tuve que abonar todos los materiales de mi bolsillo y luego con la ayuda de quienes voluntariamente se sumaron a dicha reparación, abuelas, tíos, primos y alumnos los fuimos bajando en varias carretillas. Parecía que estábamos en una procesión, todos en fila por la estrecha y dilatada
travesía de tierra y peñascos.
Podéis haceros una idea de la felicidad que me embargaba al contemplar aquella entrega tan absoluta y la perfecta coordinación por parte de vecinos, familiares y mis niños, que era como me gustaba llamar a los alumnos. En pocas horas logramos trasladar la carga completa para, digamos, dignificar la vivienda y hacerla habitable. Por fin, instalé una estufa de gas butano que caldeara el habitáculo y especialmente mis pies ateridos de frío, con las botas de goma y unos calcetines, que debían soportar toda mi jornada escolar.

pupitres de madera y mapa antiguo, muy similares a los que había en mi escuelita
Escasos días después de completar los arreglos y cuando comenzaba a oscurecer regresé al pueblo donde había podido alquilar una habitación con derecho a media pensión. Su dueña o patrona, denominada también de esta forma, me puso al corriente, con el rostro desencajado, de la visita que acababa de hacerle esa tarde el pedáneo, a quien a partir de ahora le nombraré H. P. (hijo de ...), puesto que llegó a amenazarla con el fin de cerciorarse de si era o no cierto, que yo me alojaba en su casa. En vista de lo que nos podría pasar, tanto a ella como a mí, me aconsejó que me fuera a la capital, situada a unos cincuenta y tantos kilómetros y cerca de tres cuartos de hora de viaje. Lo comprendí enseguida y al día siguiente me desplacé a Orense buscando nuevo alojamiento, que por cierto y para más seguridad, decidí quedarme en una residencia femenina de estudiantes, que regentaban unas monjas.
En menos de una semana, al subir andando en solitario hasta mi vehículo y después de finalizar mi horario escolar, tuve que agenciármelas para deshacerme nuevamente de la presencia del H.P., quien me estaba esperando con el propósito de impedirme abrir el coche y arrastrarme al suyo, lo cual, aunque ahora me parezca increíble, lo cierto es que no sé de donde sacaría las fuerzas, pero acabé tirándolo al suelo y saliendo con mi auto a toda velocidad rumbo a mi nuevo alojamiento.
Ciertamente estuve padeciendo un estado de shock durante varios días seguidos, con tremendos sobresaltos cada vez que se me venía a la mente el suceso tan traumático para mis nervios, ya de por si algo dañados tras aquella dura vivencia. De modo que les comenté a las abuelas de mis alumnos, todo aquel episodio, pidiéndoles ayuda o consejo, ante lo que decidieron que una monja, que se hallaba de visita por la aldea, me acompañase a lo largo de la tortuosa caminata hasta mi vehículo. Aquello fue efectivo, pero también tuvimos que soportar otro encontronazo con el H.P. quien en esa ocasión se acabó dando por vencido y físicamente no lo volví a ver más.

senda bastante semejante a la que recorría diariamente a pie y con mis botas de goma, para llegar a mi trabajo
La amenaza de volver a encontrarme con aquel H.P. se fue desvaneciendo con los meses, lo que me ayudó bastante a mantener un buen clima de comunicación entre mis niños y sus ancianas tutoras, que practicamente no me dejaban parar ni a sol ni a sombra, vamos que parecía ser otro miembro más de su familia, con lo que casi a diario se asomaban por mi escuelita y de paso a traerme todo tipo de regalos, incluso animales domésticos, que rechazaba explicándoles mi imposibilidad de guardarlos, cuidarlos o cocinarlos... También me aprovisionaban de varas de mimbre o de otros arbustos, para pegarles a sus nietos si no se comportaban correctamente conmigo, algo con lo que tuve que lidiar hasta convencerlas de que no era necesario, porque mi educación no tenía nada en común con la de la antigua usanza, pues su conducta era mejor de lo que se imaginaban y además me emocionaba saber que se peleaban con ellas por no faltar a clase, pese a que sus abuelas necesitaban que les ayudasen en ciertas tareas diarias, como ordeñar las vacas, acompañarlas a sus parcelas de cultivo, etc.

Bueno, mis queridos lectores, sin darme cuenta me estoy alargando demasiado y tampoco quiero apurar vuestro tiempo tan limitado para las visitas a tantos blogs, como habitualmente estáis acostumbrados, por lo que con otra tercera parte daré por concluida mi primera experiencia docente.

Muchas gracias y como siempre estaré atenta a vuestras opiniones para continuar adelante con la siguiente entrega de carácter autobiográfico.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

noviembre 04, 2019

El fuego de mis pesadillas


Es la primera vez que tengo el gusto de presentaros un relato de género de terror, escrito conjuntamente con otras tres compañeras blogueras, para la iniciativa ¡Relatos colectivos! del blog de David Rubio Sánchez, EL TINTERO DE ORO y como anticipo de la fiesta de Halloween.

Permitirme que os de más detalles del nombre y formación de sus integrantes, así como de las direcciones de sus blogs, que si aún no habéis visitado, pues os los recomiendo.
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EL GRUPO POE

Quiero manifestar públicamente mi agradecimiento a todas mis compañeras por esta estupenda experiencia colectiva y felicitarlas por su gran trabajo. También hago extensivo dicho reconocimiento al auténtico promotor de esta experiencia, es decir, a nuestro compañero y estupendo escritor David, que ya he mencionado al principio, puesto que de no existir su blog, no se hubiera podido crear nada de todo esto.
En cuanto a vosotros, mis seguidores y compañeros de letras, por si todavía no habéis visitado los blogs de mis compañeras, pues ¿a qué esperáis?... ¡Seguro que en cada uno encontraréis algo que os guste y os apetezca seguirlo también!

Os dejo con la lectura de nuestro relato. ¡Qué lo disfrutéis y si el miedo os acecha mucho mejor! 😀😛😄
                        

Cada vez que cambio de casa me cuesta más conciliar el sueño, es como si tuviera un alarmante presentimiento de que algo terrible va a sucederme y así noche tras noche sufro espantosas pesadillas...

PRIMERA PESADILLA:

Escuché el timbre del teléfono del salón. Descolgué el auricular sin oír a nadie al otro lado de la línea, entonces interrogué: “¿Hay alguien ahí?”, sin obtener ninguna reacción; dejé pasar unos segundos hasta que colgué y me mantuve pensativa mirando el aparato, después me fui al estudio para seguir leyendo. No pasó mucho tiempo cuando volvió a sonar y lo cogí. Nuevamente no oí nada, aunque insistí: “Dígame, sí...” mas no hubo respuesta, cortándose de nuevo la comunicación, con lo que pensé que serían fallos técnicos. Justo en el momento de entrar otra vez al cuarto se repitió la misma llamada, por lo que pregunté si me escuchaba y por fin esta vez percibí un extraño goteo, cloc, cloc... Repetí de nuevo: “¿Quién eres?”, sin embargo, seguía sin contestación. Aquel mutismo me hizo retroceder y soltar el receptor. Entre tanto desconcierto, decidí irme al baño a refrescar la cara, no obstante, al acceder me quedé petrificada al contemplar a mis hermanos degollados dentro de la bañera y con el grifo abierto... Recorrí toda la casa buscando al asesino, pero no había nadie más que yo y las pastillas que el psiquiatra me recetó encima de mi mesita de noche.

SEGUNDA PESADILLA:

Caminaba entre las tumbas de aquel derruido cementerio y entre unos matorrales pude ver unos esqueletos en procesión cuando alguien me empujó y caí dentro de una de ellas. Me levanté y para mi sorpresa un largo sendero me invitaba a caminar bajo tierra. Caminé largo rato y al final del camino un ser abominable con un gran ojo en la frente me estaba esperando. Quise dar la vuelta y escapar pero una sustancia gelatinosa me tenía atrapada. Quise gritar pero mi boca no conseguía articular palabra y enmudecí mientras con sus garras me atrapaba.
Desde lejos unas voces le asustaron y me soltó. Corrí sin mirar atrás, hasta que las fuerzas me abandonaron. Gire mi cabeza y vi cómo se acercaba a grandes pasos una vez más, mientras una voz de ultratumba me decía:
—¡No conseguirás escapar, ríndete y todo se acabará!
—¿Qué quiere de mí?
—Tu corazón, ja ja ja —respondió entre carcajadas.
Recuperé las fuerzas y volví a correr pero esta vez no conseguí escapar y sentí sus garras abrazando mi cuerpo.
—¡¡¡Déjame fiera inmunda!! —grité entre sollozos.
Pero él seguía abrazándome fuertemente hasta que perdí el sentido y desperté.
—¿Qué sucede cariño?
—Otra pesadilla.

TERCERA PESADILLA:

Me fui desvaneciendo hasta fluir en el líquido onírico, donde me encontré con el rey de las tinieblas. Él me miró fijamente.
—No deberías haber venido aquí. —me anunció Belcebú. La horrible faz siniestra desplegó sus enormes fauces de piraña y me escupió un vaho podrido.
Me pellizque la mejilla, pero mi piel estaba tan congelada que no sentí nada.
Salté y corrí desesperada. Pero de un zarpazo con su lengua larga me atrapó.
—¡Aquí está! La tenemos!  —le escuche decir,  con sus manos largas y podridas me agarró por el cuello y me llevó a rastras por las inmensas gradas del abismo. Me recibieron unos diminutos seres flotando y aleteando a mi alrededor y que repetían sin cansancio:
—¿Porque no dejas en paz a los muertos?
¡Agh! Los huesos de mi frágil cuerpo presionaron mi pecho y escupí sangre.  ¡Llagas y ampollas comenzaron a roer mi piel! Lentamente sentí que algo iba extrayendo el flujo vital que me mantenía viva. Un grito aterrador escapó de mi garganta, lo tenía delante, sin poder esquivar su voracidad. Solos él y yo, en su terreno, violando sus dominios.
—¿Has estado alguna vez cerca de la muerte?  —me preguntó, tras soltar una carcajada gutural.

CUARTA PESADILLA:

Subí en mi coche poco antes del amanecer. Lo puse en marcha. Salí del aparcamiento. Activé la radio. Estaban emitiendo una agradable melodía. Conduje hasta la avenida principal y cuando vislumbré que el semáforo se puso en rojo, pisé el freno. No obstante, palidecí de terror al comprobar que el coche seguía en marcha y que el freno no funcionaba. Atemorizada, lo pisé una y otra vez, pero el coche traspasó el semáforo en rojo. Quise controlar el volante, sin embargo, mis manos no eran capaces de dirigirlo hacia donde deseaba. El coche recorría las calles, habiendo yo perdido totalmente el control sobre él. La música se volvía más estridente y chirriante, mas no podía apagarla. La gente me pedía que parase, otros vehículos me esquivaban y tocaban el claxon. Llegué hasta una cuesta alta y con una gran pendiente y cuando el coche alcanzó la cima, se detuvo. Respiré aliviada, pero me sobresalté cuando mi vehículo comenzó a descender por la cuesta marcha atrás. Una vez más, era incapaz de detenerlo. Entonces, creí ver algo en el espejo retrovisor: un rostro de ojos espantosos me observaba con insistencia desde el asiento trasero. Emitió un grito horrendo. Desperté muy angustiada...

Al quinto día me levanté sobresaltada y con una fuerte opresión en mi pecho, por lo que decidí pedir una cita con mi psiquiatra, él me trataba después de que el incendio provocara la muerte de toda mi familia.
Cuando entré en la consulta me asusté al ver un teléfono igual al que había aparecido en mi primer sueño y fotos de tumbas vacías y del diablo por todas partes.
—¿Qué haces aquí?
—Necesito su ayuda.
El psiquiatra cerró la puerta y me hizo señas para que me acomodara en un diván. Los labios se le curvaron en un amago de sonrisa y se rascó la cabeza.
—Recuerdo perfectamente esta habitación… —dije, hilvanando la conversación.
Hacía mucho tiempo que no acudía allí. Él me miraba fijamente, pero yo no me atrevía a confesarle que no importó todo lo que me aconsejó el anterior doctor. No pude evitar el fuerte impulso de encender la cerilla…     

F I N

Autoras: Puri Otero, Estrella Amaranto, Yessy kan y M.A. Álvarez.