Las gafas mágicas
Estrella Amaranto
septiembre 23, 2019
36 Comments
—Me llamo Armando Guerra, encantado de conocerle, don Evaristo —le saludó dándole un cordial apretón de manos y mostrándole en todo momento su mejor sonrisa, añadiendo a continuación —estoy aquí para entregarle este paquete, que a su vez, alguien de su entorno me lo ha dado, con el fin de que se lo haga llegar a usted.
—¿Puedo preguntarle la identidad de esa persona que le ha dado el paquete?
—No estoy autorizado para decírselo. Únicamente me ha pedido que no lo abra hasta que yo me haya ido.
—¿Y si le entrego una importante suma de dinero, me lo dirá?
—No, no admito sobornos de ningún tipo. ¡Hasta la vista, un placer haberle conocido! —dando un resoplido, Armando se incorporó y desapareció por la puerta.
Entonces, don Evaristo le indicó telefónicamente a su secretaria, que de momento, no estaba disponible para nuevas visitas, hasta que se lo indicara. Luego cogió el cortaplumas, rasgando la parte de la cinta adhesiva que lo recubría, y lo abrió, mirando con curiosidad en su interior. Allí había unas gafas y un sobre cerrado.
Se trataba de un dibujo garabateado por su hijo y que su profesora lo había introducido en aquel sobre. En el reverso pudo leer una frase: «Con estas gafas podrá ver como perdió el tiempo, la salud y el amor de los suyos por el dinero. Ahora puede recuperar esos dones aunque tenga que perder todo su dinero».
De forma espontánea, comenzó a visualizar una vertiginosa sucesión de imágenes, comparables a flashes atrapados en su memoria, que poco a poco se liberaban para mostrarle instantes de su pasado: la boda con Zaira, el nacimiento de sus tres hijos, su nombramiento como asesor comercial, el trágico accidente, el funeral de todos sus seres queridos, su ascenso a director general de la empresa...
No tuvo que pensárselo dos veces, tomó las gafas y con ellas puestas desapareció su despacho, su escritorio, su secretaria... En cambio, ahora estaba en una humilde chabola junto a sus tres hijos y su mujer, haciendo canastillos de mimbre, con la sonrisa dibujada en los labios y al más pequeño subido a sus hombros.
—¿Papá, por qué nos miras así?
—¿Cómo, hijo mío?
—¡Cómo si no existiéramos!