La sabandija
A partir del 1 de este mes se ha inaugurado la Cuarta Temporada del Concurso Literario El Tintero de Oro, en su XXIII edición, homenajeando a Jim Thompson, uno de los mejores escritores de Novela Negra, y su obra maestra 1280 Almas.
BASES DE PARTICIPACIÓN:
Tema: Un relato escrito en primera persona y protagonizado por un psicópata.
Extensión: Máximo 900 palabras.
Plazo: Del 1 al 15 de octubre de 2020.
Participación: Deberéis publicarlo en vuestro blog y añadir el enlace en los comentarios de esta entrada.
Si os apetezca participar clicar con el ratón aquí en el enlace para conocer más detalles de la convocatoria.
Mi relato viene a ser una versión particular del desenlace que el autor Jim Thompson imprimió a su novela. Por consiguiente, me he inspirado en su protagonista y algunos personajes que aparecen en otros capítulos, para enlazarlos dentro de una trama que intenta demostrar la facilidad de manipulación que tiene dicho psicópata, tratando de imponer su ley a quienes pueden poner en peligro su profesión, algo que para él va más allá de lo convencional y carece de escrúpulos.
Sin más preámbulos, os dejo con esta lectura, que ojalá sea de vuestro agrado y aprovecho también para agradeceros vuestras muestras de cariño y comentarios.
«Sin embargo, hay un solo argumento posible. Las cosas no son lo que parecen».
Jim Thompson
Parece que la leyenda que alberga el maldito lugar donde represento a la justicia, muestra a las claras que ninguno es tan inocente como yo mismo, Nick Corey, convencido de ser la reencarnación de Cristo, haciendo "buenas obras" para persuadir a la gente de que no tiene nada que temer, ni siquiera al infierno, pues el deber les exonera de la responsabilidad. ¿Quién es más infame? ¿el que levanta el cuchillo o el que esconde la mano ensangrentada?
El cementerio mostraba cierto parecido con la iglesia en un día festivo, las autoridades del condado y otros funcionarios estaban presentes para mostrarme sus condolencias.
Tras las exequias por la muerte de mi esposa y del bueno de su hermano, me encaminé hasta el edificio del Palacio de Justicia. Subí despacio las estrechas escaleras de madera que daban acceso a la segunda planta donde estaba mi despacho. Me aproximé al sillón dejándome caer, luego alcé las piernas para apoyar las botas Justin sobre el escritorio. Después, cubrí el rostro con el Stetson y disimulé unas cabezadas.
No transcurrió mucho tiempo, cuando las voces de la señorita Amy Mason y Robert Lee Jefferson, fiscal del condado, me devolvieron a la realidad.
—¡Nick, cabrón miserable! ¡Te vas a enterar! —escupió Robert, mientras le daba un manotazo al Stetson que voló por los aires.
—¡Pagarás las consecuencias! ¡Te lo avisé! —añadió ella con el entrecejo fruncido y las mejillas enrojecidas, ahogándose entre las sacudidas del encono.
—¡Qué diablos os pasa a los dos! ¿De qué jodida mierda estáis hablando?
—¡No intentes esquivar el golpe, rata asquerosa! —vociferó Robert, prisionero del ciclón de la rabia, apuntándome con su revólver Colt 45 Peacemaker.
—Confiésalo delante del fiscal del condado o seré yo, quien te delate y envíe un telegrama al gobernador. Sabes de sobra que fui testigo del asesinato de los dos chulos del burdel y no estoy dispuesta a que acuses a Lacey.
—¿Quién coño os creéis que sois?... ¡¿De qué puñetas estáis hablando?!... No me puedo creer que os hayáis puesto de acuerdo para cabrearme con vuestras injurias. Si estáis jodidos no tenéis derecho a pagarlo conmigo. Soy un hombre honorable que teme el castigo de Dios y cumple con sus mandatos. Lo único que he hecho toda mi vida es trabajar de comisario ¡no soy ningún asesino!
—Firma este documento con la versión oficial de los hechos y no enredes más con tus embustes la investigación de George Barnes, cuando fuiste tú quien apretó el gatillo —dijo Robert Lee en un tono solemne rompiendo con la uña del pulgar el sello de lacre de una botella de whisky, para darle un buen trago.
—Me estás coaccionando y sabes que eso es ilegal, porque no tienes ninguna prueba, solo es la palabra de Amy contra la mía.
—No te hagas el ofendido Nick Corey, tú los mataste y debes comerte tu propia bazofia —arguyó ella, clavándole la mirada enfangada de furia—. ¡No voy a incriminar a Ken Lacey!
Permanecí aturdido algunos instantes hasta que fui consciente de las cadenas que engarzaban aquel puto collar que me habían puesto al cuello para demostrar mi vulnerabilidad y lo fácil que les resultaría desposeerme de mi placa de funcionario de policía. Sería mejor convencerle de que se trataba de una canallada por parte de Amy, ya que las mujeres nunca consienten que les den calabazas.
—¡Cuánto lo siento amigo, pero has caído en su trampa! Pienso que te mereces conocer la verdad y no dejarte embaucar por las artimañas de las mujeres despechadas. Tal vez desconozcas hasta donde les puede llevar la desesperación... Recuerdo una pelea de gatas tratando de pillar un pez que nadaba tranquilo en su pecera. Como eran callejeras y su dueño las había rescatado de un destino incierto, no tenían un código de conducta, por lo que cada una trataba de llevarse el pescado a la boca, no obstante el pez que era más listo, consiguió escurrir el bulto y colocar en su lugar a un pez de plástico. Entonces, una de las dos se tragó aquella réplica y murió asfixiada, aunque no bastó que muriera su rival para que la otra gata también picase el anzuelo, de modo que al final el diminuto pez disfrutó de una larga vida.
—Lo que intento decirte, amigo mío, es que no te dejes engañar por ese rico "bocado" que te ofrece Amy. No dudo que en apariencia puede resultar muy tentador: condenarme a vivir entre rejas mientras ella se relame por dentro, como una gata desesperada y dispuesta a vengarse de mi negativa para llevarla al altar ahora que soy viudo.
—¡Bastardo, malparido! Crees que puedes reírte de nosotros con tu verborrea. No soy ninguna gata y menos aún estoy celosa porque prefieras casarte con tu trabajo.
—Te recuerdo, querida, que me hablaste de fugarte conmigo cuando muriera mi esposa. ¿No será que te quitaste de en medio a mi mujer y su hermano? ¡Confiésalo, perdiste la cabeza!
Escancié otro buen vaso de whisky a Robert Lee para comprobar que se lo echaba al gaznate y se atragantaba con la saliva.
Me excitaba tanto escuchar el gimoteo de Amy arrodillada sin apartar sus ojos suplicantes, que me fue imposible detener el proyectil 9 mm que rebotó por las desconchadas paredes del Palacio de Justicia.
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados