La magia de la naturaleza
Estrella Amaranto
enero 29, 2020
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Fotomontaje de Estrella Amaranto |
¡Hola a todos!
En esta ocasión os presento un nuevo relato donde el título tiene mucho que ver con el mensaje y parte de la historia, en la que hay algo de distorsión de la realidad o de estilo surrealista, dentro de la realidad en la que transcurren los hechos.
Con el propósito de que os resulte una lectura fluida e interesante en todo momento, no me ha quedado otra solución que además de la parte descriptiva haya osado incluir diálogos con verbos discendi y no discendi, que por la dificultad que supone escribir correctamente los incisos, pues ya me diréis si he cometido o no algún fallo.
Sé que a simple vista también os pueda parecer algo extenso, pero estoy convencida de que si os lo hubiese sintetizado o escrito en dos partes, perdería completamente su encanto y fácil lectura. Otra solución es que cuando dispongáis de tiempo suficiente lo leáis tranquilamente para su mejor aprovechamiento y comprensión.
¡Ojalá su creatividad os sorprenda gratamente!
Muchas gracias por vuestros amables, además de valorados comentarios y observaciones.
Entró en su despacho, vio los documentos que estaban sobre la mesa, pero desvió la vista y antes de sentarse prefirió mirar el cielo desde el amplio ventanal que cubría una sección de la pared chapada en madera de roble, en aquel impresionante espacio donde la luz natural entraba a borbotones expandiéndose por todas partes.
El móvil de la oficina sonaba con insistencia; le buscaban de todos lados para requerir su ayuda. Dejó que continuase llamando hasta que lo descolgó por fin sin disculparse por la demora. Saludando con descortesía, gruñó un par de órdenes, aguijoneando a su interlocutor y colgó inclemente.
—¡No hay manera de encargarles nada! —rugió encolerizado frunciendo el ceño y apretando los puños con fuerza.
El móvil de la oficina sonaba con insistencia; le buscaban de todos lados para requerir su ayuda. Dejó que continuase llamando hasta que lo descolgó por fin sin disculparse por la demora. Saludando con descortesía, gruñó un par de órdenes, aguijoneando a su interlocutor y colgó inclemente.
—¡No hay manera de encargarles nada! —rugió encolerizado frunciendo el ceño y apretando los puños con fuerza.
Anabela entró en el despacho, situado en la trigésima segunda planta de un imponente rascacielos en la zona empresarial de una importante metrópoli. Allí estaba situada la sede de la compañía que él dirigía.
—Don Gregorio ¿ya ha firmado los contratos que le dejé encima de su escritorio? —indagó la mujer con voz apenas audible.
—¡Ah! Los papeles de los arrendamientos de los terrenos rurales —se percató mientras sujetaba nerviosamente entre sus dedos el bolígrafo, para estampar su firma en cada documento y se los devolvió—. ¡Aquí los tiene! Envíe una copia a Dionisio Blanes lo antes posible.
Doblando el cuello y agachando la cabeza, Anabela salió sin emitir palabra alguna. El tal Dionisio no era más que un perro guardián, ex jefe de la policía nacional expulsado del cuerpo por ilícitos negocios y el mejor espécimen para amenazar a los agricultores y obligarles a vender sus tierras o cultivar aquello que el dueño les ordenase.
Gregorio Malpaseda creyó que ya le había llegado el momento de terminar la jornada, por lo que como era su costumbre salió sin despedirse de nadie. Se montó en el ascensor para los directivos y apretó el botón del garaje.
En el camino de vuelta a casa, los transeúntes parecían distraídos sin apreciar el valor del tiempo. Con las nuevas cosechas que pensaba implantar en los terrenos de su propiedad aumentaría el riego al doble, con lo que el consumo del suministro del agua sería mucho mayor y los accionistas estarían más satisfechos. Naturalmente, su jefe también lo estaría.
Sus depósitos de valores aumentarían vertiginosamente y podría adquirir el jet privado y el personal de vuelo necesario.
Al llegar a su domicilio, estacionó en el camino de gravilla blanca junto al jardín de su parcela. Descendió del auto y tropezó con el jardinero, que ya se marchaba.
—Oiga —le abordó. He terminado de podar los rosales, los hibiscos y los claveles y he trasplantado las begonias que estaban al otro lado del jardín. Es el lugar perfecto para que reciban más horas de luz solar y se protejan del viento.
—Sí. De acuerdo, usted es el experto. —Sentenció Malpaseda, elevando una esquina de la boca y la otra formando una medio sonrisa, apretando los labios—. ¡Vaya tocapelotas! —masculló luego, cuando se cercioró de que no le oía. Sin embargo, el jardinero le había escuchado el insulto.
—La naturaleza es sabia. No hay que enfrentarse a ella —farfulló el afable individuo.
Entonces abriendo la mano, dejó escapar al aire una minúscula semilla que la brisa empujó a través del hueco de una ventana, quedando enganchada en el gabán que dejó sobre el alféizar.
Pasó el resto del día con su esposa e hija, cenando con ellas y acostando después a la pequeña. Leyendo los correos y mensajes del móvil; conversando unos minutos con su mujer hasta que se fueron a dormir. Hacía años que ya habían perdido su interés por el sexo, de manera que enseguida cayeron en brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente Gregorio llegó el primero a la oficina. Solo tres o cuatro empleados se hallaban en sus puestos y le saludaron afablemente. Él girando para otro lado la cabeza los ignoró por completo y se metió en su despacho.
Se dirigió al perchero para colgar su gabán, acomodándose en su escritorio, desplazando el sillón hasta quedar centrado y luego revisó el móvil, realizando algunas llamadas rutinarias. Entre ellas, a su hombre de confianza, Dionisio Blanes.
—¡Procura que las tierras queden hoy repobladas y listas para la siembra! —ordenó, mientras una diminuta espora se escapaba del paño azul oscuro de su gabán.
—¡Perooo... dame tiempo! ¡Aún no he reunido a todos!. —Se excusaba tratando de mitigar la tensión con su interlocutor y pensando en las consecuencias si no le complacía.
—¡No me cuentes chorradas! —vociferó Malpaseda —. Ya sabes de otras veces lo que debes hacer. ¡Nada de contemplaciones! —exigió, con una inflexión en el timbre de voz. Lo cual provocó, que saliera de la manga del gabán un diminuto tallo verde con algunas hojitas.
—¿Me vas a contar que no puedes desafiar a unos simples campesinos? ¡Venga tío! ¿para qué te pago? ¡Cada día que pasa me estás haciendo perder dinero! ¿Todavía no te has dado cuenta? ¡Espabílate, mamarracho! —rugía Gregorio, importándole un bledo el aprieto de Dionisio, quien continuaba sudando la gota gorda sin hallar solución.
Aquel diminuto brote que comenzó asomando en la manga del gabán ya alcanzaba el suelo y se había ramificado en poco tiempo.
—Me da igual tu método para cumplir mis órdenes, pero te aviso ¡debes hacerlo pronto! —Procura que mañana entren las máquinas a despejar el terreno y quitar las malas hierbas.
Junto a las ruedas del sillón, las ramitas se había enrollado creando una maraña de hilos y hojas que se habían originado a través del paño azul del gabán. Aquel extraño vegetal no paraba de crecer y las ramas se volvían cada vez más gruesas trepando hacia el asiento. Increíblemente la velocidad de crecimiento era alucinante. Malpaseda en su ofuscación por coaccionar al excomisario permanecía ausente de semejante prodigio. En tanto él chillaba y amenazaba a su perro guardián, la planta embrujada, que surgió de tan diminuta semilla, lanzada al aire por el jardinero, y que había ido a parar a su abrigo, ahora ya cubría el respaldo del sillón. Al darse cuenta de su presencia era muy tarde. Sus piernas se veían atadas por aquellos tallos, que no paraban de aferrarse con más fuerza a su cuerpo. No pasó mucho tiempo cuando ya era preso y ramaje seguía subiendo por la espalda.
—¡Socorrooo! ¡Que alguien me ayude! ¡Diablos, todavía no ha llegado Anabela! —atisbó a decir en el instante de que la planta le aprisionaba el brazo que trató de estirar para tocar el timbre de alarma que tenía instalado debajo de la mesa. Tampoco le valió intentarlo con el otro, su ramaje también lo sujetaba implacable.
Anheló gritar y empezó a desgañitarse, pero cuando abrió la boca, otra planta se hundió en ella y la tapó con sus hojas hasta que su voz se apagó, ahogada en el silencio. El pánico se apoderaba de aquel miserable, sus ojos abiertos, igual que sus labios, mostraban el terror que se adueñaba de su espíritu. Las robustas ramas le comprimían el cuello casi estrangulándolo. Sus frondas ya le envolvían el rostro, tan solo una pequeña porción de su cabellera despuntaba en lo alto. Todo el sillón se había atestado de extraño verdor. Gregorio Malpaseda estaba completamente inmovilizado y tenía dificultad para respirar, no oía ni veía nada, tampoco podía hablar.
Preso de la desesperación realizó un ímprobo esfuerzo logrando magullar con un dedo una de las ramas de la planta, lo que suscitó que la fuerza que atenazaba su mano se volviera aún más consistente, lo que aumentó su desasosiego.
Ensalivando la boca para expulsar las hojas que la embozaban y con un ímpetu sobrehumano sopló, consiguió desprenderse del ramaje que le rodeaba. Gritó con todas sus fuerzas hasta que su esposa le preguntó: «¿Qué te sucede? ¿Has tenido una pesadilla?». Él se quedó mudo. No acababa de salir del sueño y le costaba pasar de aquel estado de modorra, al de vigilia. Lentamente tomaba conciencia de que muy probablemente las sábanas se le habían enrollado al cuerpo y era esto lo que le impedía moverse y respirar.
—Tranquila florecita, no me pasa nada. Sigue durmiendo, todavía es temprano —balbuceó tratando de sosegarla.
Ella le obedeció, aunque sorprendida. ¿Florecita? Hacía tanto que su marido se había olvidado de llamarla así, que fuera lo que fuera el motivo de la pesadilla, a ella le empezó a gustar. Estirando los brazos se giró para el otro lado y volvió a dormirse.
Al amanecer ya estaba levantado, pero antes de ducharse, vestirse y tomar el desayuno, rodeó a su mujer en sus brazos y le dio un cariñoso beso en la frente. Ella, medio dormida, le sonrió sin emitir palabra. No le importó preparar él solo el café y las tostadas, se sentía tan distinto al Gregorio que conocía, que después de tantos años atragantándose por las prisas, ahora, de manera diferente, saboreaba cada sorbo de aquella amarronada bebida.
Al salir al jardín encontró al jardinero, inmerso en sus tareas cotidianas. Sonriendo le dio los buenos días y se dispuso a subirse al coche. El hombrecillo se giró desde el seto para contestarle.
—No se preocupe Don Gregorio, cuidaré de su jardín. Sin duda, le veo diferente a otros días y me parece magnífico —pensando que hasta ese momento nunca le prestó la más mínima atención. —Tampoco se había inmutado, lo que le hizo recordar sus palabras del día anterior cuando ambos se tropezaron: «La naturaleza es sabia. No hay que enfrentarse a ella».
—Don Gregorio ¿ya ha firmado los contratos que le dejé encima de su escritorio? —indagó la mujer con voz apenas audible.
—¡Ah! Los papeles de los arrendamientos de los terrenos rurales —se percató mientras sujetaba nerviosamente entre sus dedos el bolígrafo, para estampar su firma en cada documento y se los devolvió—. ¡Aquí los tiene! Envíe una copia a Dionisio Blanes lo antes posible.
Doblando el cuello y agachando la cabeza, Anabela salió sin emitir palabra alguna. El tal Dionisio no era más que un perro guardián, ex jefe de la policía nacional expulsado del cuerpo por ilícitos negocios y el mejor espécimen para amenazar a los agricultores y obligarles a vender sus tierras o cultivar aquello que el dueño les ordenase.
Gregorio Malpaseda creyó que ya le había llegado el momento de terminar la jornada, por lo que como era su costumbre salió sin despedirse de nadie. Se montó en el ascensor para los directivos y apretó el botón del garaje.
En el camino de vuelta a casa, los transeúntes parecían distraídos sin apreciar el valor del tiempo. Con las nuevas cosechas que pensaba implantar en los terrenos de su propiedad aumentaría el riego al doble, con lo que el consumo del suministro del agua sería mucho mayor y los accionistas estarían más satisfechos. Naturalmente, su jefe también lo estaría.
Sus depósitos de valores aumentarían vertiginosamente y podría adquirir el jet privado y el personal de vuelo necesario.
Al llegar a su domicilio, estacionó en el camino de gravilla blanca junto al jardín de su parcela. Descendió del auto y tropezó con el jardinero, que ya se marchaba.
—Oiga —le abordó. He terminado de podar los rosales, los hibiscos y los claveles y he trasplantado las begonias que estaban al otro lado del jardín. Es el lugar perfecto para que reciban más horas de luz solar y se protejan del viento.
—Sí. De acuerdo, usted es el experto. —Sentenció Malpaseda, elevando una esquina de la boca y la otra formando una medio sonrisa, apretando los labios—. ¡Vaya tocapelotas! —masculló luego, cuando se cercioró de que no le oía. Sin embargo, el jardinero le había escuchado el insulto.
—La naturaleza es sabia. No hay que enfrentarse a ella —farfulló el afable individuo.
Entonces abriendo la mano, dejó escapar al aire una minúscula semilla que la brisa empujó a través del hueco de una ventana, quedando enganchada en el gabán que dejó sobre el alféizar.
Pasó el resto del día con su esposa e hija, cenando con ellas y acostando después a la pequeña. Leyendo los correos y mensajes del móvil; conversando unos minutos con su mujer hasta que se fueron a dormir. Hacía años que ya habían perdido su interés por el sexo, de manera que enseguida cayeron en brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente Gregorio llegó el primero a la oficina. Solo tres o cuatro empleados se hallaban en sus puestos y le saludaron afablemente. Él girando para otro lado la cabeza los ignoró por completo y se metió en su despacho.
Se dirigió al perchero para colgar su gabán, acomodándose en su escritorio, desplazando el sillón hasta quedar centrado y luego revisó el móvil, realizando algunas llamadas rutinarias. Entre ellas, a su hombre de confianza, Dionisio Blanes.
—¡Procura que las tierras queden hoy repobladas y listas para la siembra! —ordenó, mientras una diminuta espora se escapaba del paño azul oscuro de su gabán.
—¡Perooo... dame tiempo! ¡Aún no he reunido a todos!. —Se excusaba tratando de mitigar la tensión con su interlocutor y pensando en las consecuencias si no le complacía.
—¡No me cuentes chorradas! —vociferó Malpaseda —. Ya sabes de otras veces lo que debes hacer. ¡Nada de contemplaciones! —exigió, con una inflexión en el timbre de voz. Lo cual provocó, que saliera de la manga del gabán un diminuto tallo verde con algunas hojitas.
—¿Me vas a contar que no puedes desafiar a unos simples campesinos? ¡Venga tío! ¿para qué te pago? ¡Cada día que pasa me estás haciendo perder dinero! ¿Todavía no te has dado cuenta? ¡Espabílate, mamarracho! —rugía Gregorio, importándole un bledo el aprieto de Dionisio, quien continuaba sudando la gota gorda sin hallar solución.
Aquel diminuto brote que comenzó asomando en la manga del gabán ya alcanzaba el suelo y se había ramificado en poco tiempo.
—Me da igual tu método para cumplir mis órdenes, pero te aviso ¡debes hacerlo pronto! —Procura que mañana entren las máquinas a despejar el terreno y quitar las malas hierbas.
Junto a las ruedas del sillón, las ramitas se había enrollado creando una maraña de hilos y hojas que se habían originado a través del paño azul del gabán. Aquel extraño vegetal no paraba de crecer y las ramas se volvían cada vez más gruesas trepando hacia el asiento. Increíblemente la velocidad de crecimiento era alucinante. Malpaseda en su ofuscación por coaccionar al excomisario permanecía ausente de semejante prodigio. En tanto él chillaba y amenazaba a su perro guardián, la planta embrujada, que surgió de tan diminuta semilla, lanzada al aire por el jardinero, y que había ido a parar a su abrigo, ahora ya cubría el respaldo del sillón. Al darse cuenta de su presencia era muy tarde. Sus piernas se veían atadas por aquellos tallos, que no paraban de aferrarse con más fuerza a su cuerpo. No pasó mucho tiempo cuando ya era preso y ramaje seguía subiendo por la espalda.
—¡Socorrooo! ¡Que alguien me ayude! ¡Diablos, todavía no ha llegado Anabela! —atisbó a decir en el instante de que la planta le aprisionaba el brazo que trató de estirar para tocar el timbre de alarma que tenía instalado debajo de la mesa. Tampoco le valió intentarlo con el otro, su ramaje también lo sujetaba implacable.
Anheló gritar y empezó a desgañitarse, pero cuando abrió la boca, otra planta se hundió en ella y la tapó con sus hojas hasta que su voz se apagó, ahogada en el silencio. El pánico se apoderaba de aquel miserable, sus ojos abiertos, igual que sus labios, mostraban el terror que se adueñaba de su espíritu. Las robustas ramas le comprimían el cuello casi estrangulándolo. Sus frondas ya le envolvían el rostro, tan solo una pequeña porción de su cabellera despuntaba en lo alto. Todo el sillón se había atestado de extraño verdor. Gregorio Malpaseda estaba completamente inmovilizado y tenía dificultad para respirar, no oía ni veía nada, tampoco podía hablar.
Preso de la desesperación realizó un ímprobo esfuerzo logrando magullar con un dedo una de las ramas de la planta, lo que suscitó que la fuerza que atenazaba su mano se volviera aún más consistente, lo que aumentó su desasosiego.
Ensalivando la boca para expulsar las hojas que la embozaban y con un ímpetu sobrehumano sopló, consiguió desprenderse del ramaje que le rodeaba. Gritó con todas sus fuerzas hasta que su esposa le preguntó: «¿Qué te sucede? ¿Has tenido una pesadilla?». Él se quedó mudo. No acababa de salir del sueño y le costaba pasar de aquel estado de modorra, al de vigilia. Lentamente tomaba conciencia de que muy probablemente las sábanas se le habían enrollado al cuerpo y era esto lo que le impedía moverse y respirar.
—Tranquila florecita, no me pasa nada. Sigue durmiendo, todavía es temprano —balbuceó tratando de sosegarla.
Ella le obedeció, aunque sorprendida. ¿Florecita? Hacía tanto que su marido se había olvidado de llamarla así, que fuera lo que fuera el motivo de la pesadilla, a ella le empezó a gustar. Estirando los brazos se giró para el otro lado y volvió a dormirse.
Al amanecer ya estaba levantado, pero antes de ducharse, vestirse y tomar el desayuno, rodeó a su mujer en sus brazos y le dio un cariñoso beso en la frente. Ella, medio dormida, le sonrió sin emitir palabra. No le importó preparar él solo el café y las tostadas, se sentía tan distinto al Gregorio que conocía, que después de tantos años atragantándose por las prisas, ahora, de manera diferente, saboreaba cada sorbo de aquella amarronada bebida.
Al salir al jardín encontró al jardinero, inmerso en sus tareas cotidianas. Sonriendo le dio los buenos días y se dispuso a subirse al coche. El hombrecillo se giró desde el seto para contestarle.
—No se preocupe Don Gregorio, cuidaré de su jardín. Sin duda, le veo diferente a otros días y me parece magnífico —pensando que hasta ese momento nunca le prestó la más mínima atención. —Tampoco se había inmutado, lo que le hizo recordar sus palabras del día anterior cuando ambos se tropezaron: «La naturaleza es sabia. No hay que enfrentarse a ella».
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