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abril 28, 2021

El mito del escritor aviador

abril 28, 2021 31 Comments

fotomontaje de Estrella Amaranto
fotomontaje de Estrella Amaranto

Queridos amigos y compañeros: 

Vuelvo a compartir con vosotros un nuevo relato con el que participé en el reto de Café Literautas de Escritura Creativa #15 de marzo de 2021 «El camino».

Requisitos:

  • Escribe una historia inspirada en la frase elegida del mes: «Caminando en línea recta, no puede uno llegar muy lejos». El Principito
  • Como título: el que tú elijas.
  • La frase con la cita de El Principito debe ser la que encabece el relato.  
  • El texto no puede exceder de las 750 palabras.

Y como reto opcional, basa tu historia como una "aventura".

Al final me decanté por estructurarlo en dos partes, incluyendo una introducción con unas notas biográgicas de Saint-Exupéry, así como el misterio que rodea su fallecimiento durante una misión de reconocimiento en plena Segunda Guerra Mundial, partiendo la mañana del 31 de julio de 1944 en un avión Lightning P38 pero sin regresar a la base... y dejando una nota en su escritorio bastante enigmática. Y para la segunda parte entro de lleno con el protagonista y narrador en primera persona, es decir, el propio Antoine de Saint-Exupéry, que interpreta su propio papel de escritor alternándolo con su famoso personaje: El Principito y sus reflexivas enseñanzas.

Agradezco públicamente a los compañeros de C. L. por su desinteresada ayuda a la hora de ofrecerme amablemente sus interesantes observaciones, como Isabel Caballero, Pepe Espí Alcaraz e Isán, habituales contertulios de este blog, junto a otros habituales de dicha web.
Deseo que disfrutéis de la lectura y muchas gracias por vuestras atentas visitas y comentarios.


           «Caminando en línea recta, no puede uno llegar muy lejos». El Principito

     Hola, me llamo Antoine de Saint-Exupéry, no hace mucho que soy un escritor famoso, pero antes os contaré cómo me he convertido en un mito.

    Volaba con un avión Lightning P-38, con el que había despegado aquella mañana del aeródromo de Bastia, en la isla de Córcega, para efectuar un servicio que conllevaba el reconocimiento y fotografías de las defensas alemanas, como una fase previa al desembarco aliado en la región de La Provenza.
     Teniendo en cuenta que me gustaba escribir, tanto como pilotar aviones, he logrado que mi efímera existencia sea una enigmática leyenda, una vez que ha sido divulgada a través de la historia de la literatura.
     Mi vida ha sido una gran aventura, como también lo podéis deducir de mis obras y de la forma en que se agotó la arena del reloj de mis días.
     ¿Qué sucedió aquel 31 de julio de 1944, a las 13.30, cuando el P38 desapareció de los radares del cuartel general norteamericano? ¿Algún avión nazi localizó mi vuelo y logró precipitarme al vacío?, ¿sufrí una avería mecánica?, ¿tuve un accidente o algo en mi vida iba mal y lo disimulé con un suicidio?, porque ¿qué sentido tuvo, dejar antes de salir hacia mi última misión una nota que decía: «Si me derriban no extrañaré nada. El hormiguero del futuro me asusta y odio su virtud robótica. Nací para jardinero. Me despido, Antoine de Saint-Exupéry»?
     Tampoco revelaré si fingí mi muerte y me trasladé a vivir a un lugar desconocido, donde nadie podía localizarme. Estoy al corriente de que en 1998 un pescador encontró una pulsera con mi nombre y una pieza con la inscripción de cuatro cifras, 2734, que corresponden a la matrícula militar del avión con el que supuestamente me estrellé.

     Ahora os explicaré lo que sucedió cuando una mañana de abril me encontré con André Gide, un colega al que a partir de ahora llamaré cariñosamente el Turco. Le propuse realizar juntos una extraordinaria e ignota aventura aérea, de ahí que no figure en ninguna de mis biografías, pero a vosotros, apreciados lectores, no deseo privaros de conocer lo sucedido...

     Semejante proposición fue la de viajar en mi avión en una de mis travesías aéreas, algo que aceptó de inmediato, pues estaba ansioso por mantenerse, durante un tiempo, alejado de Paris.
Tomé rumbo hacia un archipiélago situado en el golfo de Panamá, concretamente a la Isla del Rey.
     Al descender del avión nos topamos con un lugareño, decía llamarse El hombre de las estrellas, un individuo serio y de negocios dedicado a realizar el cómputo diario de tales cuerpos celestres, de los que se consideraba su dueño y debía administrarlos.
En el ambiente flotaba una vocecita infantil que trataba de imitar al niño interior que se agazapaba entre mis incipientes canas, repitiendo una y otra vez: «Es divertido, incluso bastante poético. Pero no es muy serio».

     —No haga caso al niño insolente. El Principito se aburre y no sabe como imponer su autoridad en la isla.
     —¿Pero, no es un rey quien gobierna la isla? —ironicé en tono enfático.
     —¡Paparruchas! ¡Este tipo es un lunático! —refunfuñó el Turco, tratando de desviar la conversación.
     —Usted es el lunático porque se mira en el espejo y solo ve lo que está en su interior.
     —¡Cojonudo! En realidad, es un filósofo y merece tus disculpas.
     —¡Basta! No soy filósofo, soy un profesional.
     —Por cierto, ¿dónde podemos encontrar al Principito?
     —Sigan el camino del corazón y les conducirá hasta la cima de una montaña donde habita con su padre en un castillo.

    Nos despedimos haciéndole una reverencia y continuamos la senda hacia la montaña, divisando a lo lejos al Principito. Ignorábamos su intensa mirada con la frente fruncida, solo veíamos una larga bufanda, ondeando en el viento como una bandera.
    Sorprendidos por una fuerte tormenta, no desistimos en el empeño, porque «Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer», y con esta decisión afrontamos una implacable batalla de truenos y relámpagos, a través de empinados escalones hacia la cúspide, calándonos hasta los tuétanos.

     —¿Qué os ha traído aquí?
    —Vivir la aventura más impresionante y conoceros sin duda es algo extraordinario —alardeó el Turco.
    —¿Qué significa extraordinario para vosotros?
    —Lo ignorado —respondió mi amigo.
    —Lo esencial —maticé en mi papel de adulto.
    —¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla —aseveró El Principito.


Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

 

mayo 03, 2020

Preludio de un amor

mayo 03, 2020 29 Comments
Queridos amigos y fieles seguidores:
Ayer se nos permitió salir a pasear o practicar deporte a una buena parte de la población de nuestro país, después de cerca de dos meses de encierro domiciliario. 
Necesitábamos disfrutar de esta luz primaveral que nos anticipa mayo, para recuperar de algún modo, la normalidad y la libertad que nos han sido robadas por la pandemia y la ineptitud de nuestros políticos.
Es evidente, que nuestra vida social ha cambiado, puesto que será imposible borrar de nuestra memoria la muerte de tantos centenares de miles de conciudadanos y la hospitalización de otra buena parte de la población, ya que está más que demostrado por si alguien dudaba de ello, que para nuestros dirigentes políticos el estado está por encima de la vida de las personas.

Existe también gran preocupación dentro del sector económico debido a las pérdidas a corto y medio plazo y el enorme esfuerzo dentro del gasto público que está soportando reforzar la sanidad pública; lo que  supone el evitar un derrumbe total de la ya debilitada economía española.
Os dejo con estas reflexiones y deseo de corazón que no retrocedamos en todo lo que nos costó conseguir con tantos años de esfuerzo, ni tampoco os dejéis llevar por el desánimo y el alarmismo.

Muchas gracias a todos y poco a poco nos vamos leyendo.

A continuación os comparto mi relato, con el que participé en la convocatoria del Taller de Escritura Creativa "Café Literautas" en el Reto de escritura creativa #6 Abril 2020 - Sé Creativo con esperanza  (19.-El mejor regalo de mi vida (B) - Amaranto - (R), pero que como podéis comprobar, lo he cambiado de título y extensión a la hora de publicarlo aquí en el blog, pues este tipo de concursos con limitación de palabras, en este caso 750 máximo, no me facilitan disponer de suficiente margen de palabras como para desarrollar con más coherencia y riqueza expresiva el relato completo. También doy las gracias a los compañeros de «Café Literautas», especialmente a Isabel Caballero, Pepe Espí Alcaraz e Isan, que me ayudaron mucho a mejorarlo.


     El lugar elegido para mi desplazamiento marítimo era una isla de un archipiélago volcánico del Pacífico central, afamada por sus danza Hula originaria del pueblo polinesio que llegó a sus costas, como ahora yo también arribaba al mismo destino mediante un crucero del Atlántico al Pacífico por el canal de Panamá.
     Anhelaba conocer aquellas ancestrales danzas, que según me habían contado se acompañaban con cantos e instrumentos de percusión, siendo un gran espectáculo artístico.
Estaba impaciente por conocer mundo y regresar a casa después de vivir aventuras que me hicieran madurar...
     Observé un plano situado a la salida del embarcadero, pensando que no estaría mal consultarlo para adentrarme con más pericia en la jungla que separaba la costa del centro del pueblo. No paré de andar por aquellos vericuetos de hojarasca y sendas frondosas a ambos lados de un lago navegable. Por fortuna, fui topándome con algún que otro cartel indicador del pueblo más cercano que podía visitar.
    Con la mochila roja a cuestas, la cámara de fotos y los auriculares para escuchar mi música favorita, caminaba despacio mientras ascendía por una pendiente que me permitía ir disfrutando de las vistas y sacar muchas fotos del majestuoso paisaje.
     La temperatura era agradable, pero la humedad contribuía a sofocarme ante cualquier esfuerzo. El frenesí ante la revelación de lo desconocido zarandeaba mi corazón, que simulaba una bomba de relojería a punto de hacerme volar por los aires.

     El grupo de bailarines nativo que iba a conocer, mantenía ancestrales tradiciones como aquella danza tribal, majestuosa y lasciva que despertaba la curiosidad de oleadas de turistas, entre los que me encontraba.
Deambulé entre las cabañas de barro con paja secada al sol, bajo un cielo nacarado, hasta que alguien me avisó del comienzo de la danza autóctona.

     Tras un intervalo de silencio, escuché el clamor de unos tambores, anunciando la aparición de una hermosa fémina ataviada con una especie de falda con hojas y flores de hibisco. Sus senos estaban cubiertos con medios cocos pintados de negro y sujetos al cuello con unas finas ramas trenzadas. Sobre la cabeza tenía una corona floreada y hojas verdes acentuando su belleza. La gracia de sus movimientos acabó atrapándome extrañamente.
     Después, un grupo de seis danzarinas engalanadas de indumentaria tradicional bailaron al ritmo de instrumentos de viento hechos con cañas huecas de bambú y tambores de pieles de animales.

     Mi pensamiento, como un rayo fugaz, no cesaba de evocar a la primera bailarina, que felizmente tornó a aparecer, bamboleándose de una forma aún más atractiva, lo que me despertó un interés especial por conversar con ella cuando finalizase su intervención.
     —¡Me ha encantado verte bailar! —la abordé aturdido, en un idioma con el que pude hacerme entender, al aproximarme para felicitarla.
     —No te esfuerces, entiendo tu idioma —me contestó mirando unos apuntes que llevaba en la mano—, lo suficiente para adivinar tu procedencia española.
      —¡Qué sorpresa! ¿Cómo aprendiste mi lengua?
     —Tengo unos familiares que residieron en España y acabaron aprendiéndolo. Después les pedí que me lo enseñaran.
     Creyéndome el dueño del boleto premiado, me ofrecí para seguir ayudándola a perfeccionar el idioma e intercambiarnos información sobre nuestros países.
     Escabulléndonos en la orilla de un arroyo a las afueras del pueblo, acondicionado como si fuera una playa, continuamos charlando hasta el atardecer. Instante en que me invitó a albergarme en una choza deshabitada próxima a la suya para seguir hablando al otro día.

      Cuando amaneció, me incorporé en la cama frotándome los ojos al escuchar el ruido de unos pies descalzos accediendo a mi cabaña. Seguidamente una voz femenina me abordó.
    —Te llevaré hasta un sitio de nuestra isla que muy pocos conocen —me bisbiseó al oído, tirándome a la vez de un brazo.
     —¡Espera que me vista! —contesté entusiasmado por su presencia—. ¡Todavía no me he aseado!
     —No hace falta que te peines ni te laves. Donde vamos hay mucha agua.
     Descendimos unas escaleras donde nos esperaba una canoa de dos plazas a la que subimos, perdiéndonos río arriba.
     A unos setecientos metros contemplamos una cascada. Era el paraje que mi adorable acompañante quería mostrarme. Pasamos el día charlando, bañándonos, danzando ella y disfrutando yo de su compañía, hasta el extremo de que mientras lavaba unas frutas fui corriendo hacia ella para darle un empujoncito hasta lanzarla al agua y sacarla después en brazos. Ella presionó mi pecho contra el suyo, regalándome un beso en los labios.
     —Sé que te gusto y tú a mí también. Quiero regalarte mi amuleto de la esperanza. Así, colgado en tu cuello te recordará nuestro pacto de amor —me habló con suma dulzura acariciándome la cara.
      —¡Conocerte, ha sido lo más bello que me ha pasado en la vida! —le contesté fascinado por su encanto natural.
      Sentía un insaciable apetito y una pasión voraz que me abrasaba por dentro. Volví de nuevo a besarla recorriendo con mis manos su delicado cuerpo, envuelto en un torbellino de emociones que hasta entonces ignoraba, lo que me acució a realizar cosas que jamás me había atrevido a hacer, como pedirla que tomara en sus manos mi órgano erecto y lo introdujera en su vagina.
      Movió las caderas acomodándose a mis deseos, mientras sus pezones se le iban endureciendo lo que avivaba el fuego que nos fue manteniendo ahogados en intensos gemidos entrelazando nuestras lenguas y estallando nuestra pasión como sensuales volcanes en erupción.
      El juego se prolongó durante varios minutos hasta separarnos de golpe para recuperar el aliento, mientras empezaba  a disolverse el brillo solar y decidimos retornar a la canoa, pero esta vez ya íbamos tomados de la mano, sin dejar de mirarnos a los ojos como dos enamorados.
      —¡Que no se entere mi padre o me mata! —balbuceó a mi oído mi atractiva bailarina y siguió hablando.
      —Debía de haber acudido hace más de tres horas al espectáculo de danza que hoy también se celebraba. ¡Corre, vámonos allí!
      El anciano, que nos había visto llegar desde lejos, salió de aquel improvisado teatro de danza con un garrote en la mano y un cuchillo en la otra, gritando desaforado en su lengua nativa. Al poco su hija junto al resto de los bailarines se abalanzaron sobre su padre intentando apartarlo de mí.

     Observando que el padre no estaba solo, al ver que familiares y amigos venían en su ayuda, decidí escaparme a toda prisa hacia la cabaña donde dormí. Ya de madrugada cogí mi mochila roja con todas mis pertenencias dentro y me fui de allí temiendo ser descubierto.
     Crucé al otro lado del puente para no ser visto por mis perseguidores. No era prudente regresar andando hasta el pueblo donde había desembarcado, por lo que alquilé una canoa muy ligera y remando río abajo salí a toda prisa.
      Como no estaba muy seguro de si mis perseguidores sabrían o no dar con mis huesos, después de cavilar a lo largo del recorrido, se me ocurrió esconderme en una choza que estaba situada cerca de un acantilado de difícil acceso. Esperé hasta que se hizo de noche y colocándome un sombrero que tenía en la mochila me fui bordeando un sendero paralelo al río que me dejaba en la entrada del pueblo.
       Caminando hasta la estación de autobuses, tomé el primer autocar para el aeropuerto.
      Al instante de ocupar mi plaza en el avión sujeté el amuleto con mis manos y mirando por la ventanilla un escalofrío me recorrió la espalda.


       Con el transcurso de los años comprendí que aquella aventura fue el preludio de un amor, imposible de olvidar.


Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

noviembre 25, 2019

Las desgracias nunca vienen solas

noviembre 25, 2019 26 Comments

A temprana hora zarpamos en plena borrasca, soportando las inclemencias de un cielo amenazante sobre nuestras cabezas de aguerridos lobos marinos. La costumbre de nuestro rudo trabajo, faenando en el mar, nos fue convirtiendo en criaturas un tanto sobrenaturales, al soportar el hambre, el cansancio, los cambios bruscos de temperatura, la supervivencia tras los naufragios y tantas adversidades con las que nos relacionábamos transitando los mil océanos que atravesábamos.
Viajábamos a bordo de un barco pesquero de altura, llamado así porque estaba destinado principalmente a la pesca del bacalao, que en el pasado, se solía realizar con barcos de vela. 
A eso del mediodía la mar estaba rizada, por lo que procuramos pedir clemencia a los dioses para que nos concedieran una tranquila jornada. Tras la hora de la comida notamos como el motor empezaban a fallar, por lo que tuvimos que bajar hasta la sala máquinas y olvidarnos de la pesca.
El armador nos convocó a todos los tripulantes a una reunión de emergencia a eso de la media tarde, cuando las luces del horizonte comenzaban a desfallecer y sus tonos anaranjados iban dando paso a otros parduzcos y violáceos. Inesperadamente comenzó a caer una tromba de agua y nuestros polizones, diseminados por la bodega y las cubiertas, comenzaron a hacerse los encontradizos. Una caterva de ratas luchaba por sobrevivir entre los desperdicios y restos de alimentos que aún permanecían a salvo de la inundación del barco tras el imponente torrencial.
Ya bien oscurecido, el mar comenzó a sufrir olas de entre 60 centímetros y más de un metro de altura. Hasta que en la madrugada se volvieron peligrosas. Un gran temporal amenazaba nuestras vidas y el armador preso del pánico, nos aconsejó abandonar el barco en varias lanchas neumáticas.
Tres lanchas se dieron la vuelta al caer algunos tripulantes, con lo que no pudimos rescatarlos, quedándonos atónitos nada más comprobar el modo en que las olas los sepultaban como cáscaras de huevo... Se hizo un silencio sobrecogedor mientras un insistente balbuceo dejaba escapar las plegarias de quienes veían su muerte demasiado próxima.
Ante la imposibilidad de luchar contra las gigantescas olas que finalmente rompieron el casco, sin pensármelo mucho, cedí al impulso de arrojarme desde proa.
Aturdido por la fuerza de la corriente, sentía en mi cuerpo la gélida y húmeda superficie que me arrastraba inexorablemente junto a los cadáveres de otros compañeros. 
—No puede ser real —me decía a mí mismo—
—No quiero acabar aquí, soy muy joven y tengo toda una vida por delante.
—Tengo que recuperar la calma. No puedo dejarme llevar por la angustia y el miedo.
—Mis padres me esperan en casa. ¡No es justo abandonarlos ahora!
—Debo encontrar algo con lo que sujetarme para que no me trague el agua.... ¡Glup, glup, glup!
—...
—¡Ehhh...! ¿Me oyes?... 
—¿Quién me llama?... ¿Dónde estás?... ¡No veo a nadie en esta oscuridad!
—Gira hacia el otro lado y me verás...
—¡No, nooo! ¡Estás muerto! ¡No eres más que una alucinación!
—Acéptalo, no hay salida... No temas, he venido a buscarte. ¡Yo te guío!
—...
—¡Hay que intubar al paciente! ¡Mantenga la ventilación y oxigenación adecuada! 
—Doctor, el paciente sigue en coma y sus constantes vitales son muy bajas. 
—¡Quiero ver a mi marido!, enfermera.
—¡Cálmese señora, está en buenas manos! ¡Acaba de sufrir un infarto!
—Temo que abusó de la ingesta de pastillas, en este nuevo intento.
—Tranquila señora, lo sabemos. Nunca aceptó la tragedia que le «robó» a su hijo.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados