La leyenda de la Casa del Chapiz
Estrella Amaranto
octubre 26, 2020
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Casa del Chapiz en Granada |
Queridos amigos y compañeros:
En esta ocasión os presento un nuevo relato inspirado en la leyenda que lleva por título el mismo con el que publico la entrada.
También debo añadir que mi escrito participa en el reto de octubre de 2020 en la web de Café Literautas:
Reto de Escritura Creativa #10- Octubre, 2020 - "La leyenda", donde es obligatorio incluir las palabras: vaho, bermejo y verdad. El reto opcional debe incluir a un personaje que fuera un incrédulo o un periodista.
He elegido una leyenda de mi ciudad de Granada impregnada de magnetismo que intenta llevar al lector hasta esa época de principios del siglo XVI con un trasfondo espiritual en medio de un romanticismo.
Teniendo en cuenta que la extensión máxima para el reto es de 750 palabras máximo, pero mi escrito original que redacté desde un principio constaba de algo más de novecientas palabras, he optado por publicarlo y dejar el otro más acorde con las condiciones del reto para compartirlo en dicha web.
Me gustaría también expresar mi agradecimiento a los compañeros de esta web que tuvieron la amabilidad de ayudarme a mejorar la calidad del relato, como Isabel Caballero, Pepe Espí Alcaraz e Isan, habituales contertulios de este blog y otros más que solo participan en dicho espacio.
Deseo que paséis un buen rato de lectura y os doy las gracias por la amabilidad de seguir dejándome vuestras muestras de cariño.
En las postrimerías del siglo XVI en España, cien años después del descubrimiento del Nuevo Mundo, afloró la leyenda de un tal Diego Ponce de León designado alcaide (como se decía en esa época) de La Alhambra de Granada, aunque pocos meses llegó a ostentarlo, pues parece que fue poseído por el sortilegio y la belleza de una enigmática morisca que le arrebató la razón, lo cual le incitó al asesinato de su esposa y varios hijos, despeñándolos desde una de las torres de la fortaleza hasta la Puerta de los Siete Suelos.
* * *
En compañía de varios amigos, Diego Ponce ascendía por la carrera del Darro camino del Albaicín, que tras la sublevación de sus lugareños en 1500 y aplastada la revuelta, tuvieron que perder sus derechos y hacerse cristianos o moriscos conversos.
En su recorrido hasta el Albaicín tomó la dirección hacia la empinada cuesta del Chapiz que franqueaba de Norte a Sur la vieja barriada musulmana de Albayda (“La Blanca”).
Iba caminando cuando notó cómo el aire helado contribuía a formar penachos de vaho mientras respiraba. Un acompañante le advirtió del peligro al que podía exponerse con semejante paseo; no le sería fácil librarse de la nefasta presencia de tantos moros desleales repartidos por aquel paraje, ansiosos y con las dagas afiladas para cobrar el botín.
—No llegaré tan lejos, Don Julián. Sepa vuesa merced que pararé a la entrada del Chapiz.
—¿Por qué el interés de subir allí, Don Diego?
—Solo es un galanteo ¡no os preocupéis!
—Por cierto, ¿puedo preguntarle por la afortunada?
—Tres noches han pasado desde que tropecé con ella por esta pendiente. En enviéndola, me traspasó el corazón el deseo de poseerla. Tras los muros de un carmen rodeada de penumbra, aquella mora de singular belleza me arrobó la razón y confío en que esta noche pueda entrar en su casa.
La diosa fortuna quiso que descubriera el amor cerca de una esquina donde se erigían los muros de una casa árabe rodeada con jardines, y un terreno plantado de vides. Allí acertó a divisar la fulgurante belleza de una mujer musulmana, aunque las fuerza del inexorable destino reunió en el mismo lugar y a la misma hora a otras dos importantes autoridades, por lo que tres fornidos corazones se vieron heridos de muerte como consecuencia del embrujo de la mora con la férrea esperanza de gozarla; y sin saber el cuándo, ni el dónde, ni el cómo, llegó a ser esclava del judío proxeneta, a quien le preguntaron el precio de sus servicios.
—Apresure el paso, la belleza de un paraíso vestida de mora le aguarda al otro lado.
—¡Por fin la veo! ¡Váyase tranquilo!
—Goce vuecencia de los placeres de la coyunda y regrese sano y salvo.
—¡Así lo haré! ¡Id con Dios, Don Julián!
Al otro día los sirvientes de Don Diego rastrearon todo el Albaicín para encontrarle, pues las autoridades de la Alhambra le requerían para algún asunto importante. Cuando lo hallaron bajando la cuesta del Chapiz le anunciaron que el Alcaide de la Alhambra lo esperaba, mas Don Diego se percató de haberse olvidado la espada en la casa de la hetaira, por lo que dio media vuelta, volviendo sobre sus pasos.
Cuando llamó a la puerta nadie le abría, así que decidió aporrear con insistencia la madera hasta despertar al vecino de enfrente, que sin dar crédito a lo que estaba viendo, se le aproximó para explicarle que la vivienda permanecía desocupada desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, Don Diego desconfiaba de él y le pidió que abriese la casa para comprobarlo.
—Perdonad mi señor —le dijo el vecino miestras abría—. Estáis equivocado, esta casa está abandonada. Dudo que no conozca que cuando se rebelaron los moriscos de este barrio contra el confesor Cisneros, los cristianos ahorcaron en la rambla del Beiro al rico moro propietario de esta mansión. El populacho se ensañó con el inmueble, saqueándolo y prendiendo fuego. A consecuencia del incendio murió su hija, la cual según decía la gente era de una belleza excepcional. Finalmente, la justicia se encargó de sellar la entrada y después me encomendó que guardase la llave para siempre.
—¡¿Desvariáis?! Permitidme el favor de acceder al interior, pues es mi deseo revisar los aposentos —aseveró Don Diego fulminándole con la mirada.
El vecino le miró receloso, temiendo que hubiese perdido la razón, aunque accedió a su ruego y contempló su intrépido paso cruzando el umbral por el jardín todo recto hacia delante, topándose con un paisaje desolado y carente de huellas de actividad humana alguna.
Al rodear la fuente del patio vio la puerta oscura del cuarto de la atractiva mora con la que cohabitó toda la noche. Entró dentro, todo permanecía desolado por el fuego.
Algo inaudito tuvo lugar, de pronto notó un nudo en la garganta, quedándose aterrorizado tras la visión de la espada en una esquina.
—¿Qué le ocurre mi señor? —dijo el vecino al ver cómo el color de su cara palidecía cual azucena con un gesto que le recordaba al de una efigie y el cabello se le volvía más bermejo.
—¡Oh, mire ahí! —contestó don Diego, sin hacer caso a su pregunta y señalando el haz de luz que, atravensando el ajimez de la cúpula, resaltaba de forma inequívoca la pedrería de su espada.
Todo hizo presagiar que la verdad de la fe acabase por imponerse a la incredulidad, debido a lo cual Don Diego cayó de rodillas tomando la espada. Luego buscó la cruz del mango para besarla, musitando tembloroso una plegaria.
En compañía de varios amigos, Diego Ponce ascendía por la carrera del Darro camino del Albaicín, que tras la sublevación de sus lugareños en 1500 y aplastada la revuelta, tuvieron que perder sus derechos y hacerse cristianos o moriscos conversos.
En su recorrido hasta el Albaicín tomó la dirección hacia la empinada cuesta del Chapiz que franqueaba de Norte a Sur la vieja barriada musulmana de Albayda (“La Blanca”).
Iba caminando cuando notó cómo el aire helado contribuía a formar penachos de vaho mientras respiraba. Un acompañante le advirtió del peligro al que podía exponerse con semejante paseo; no le sería fácil librarse de la nefasta presencia de tantos moros desleales repartidos por aquel paraje, ansiosos y con las dagas afiladas para cobrar el botín.
—No llegaré tan lejos, Don Julián. Sepa vuesa merced que pararé a la entrada del Chapiz.
—¿Por qué el interés de subir allí, Don Diego?
—Solo es un galanteo ¡no os preocupéis!
—Por cierto, ¿puedo preguntarle por la afortunada?
—Tres noches han pasado desde que tropecé con ella por esta pendiente. En enviéndola, me traspasó el corazón el deseo de poseerla. Tras los muros de un carmen rodeada de penumbra, aquella mora de singular belleza me arrobó la razón y confío en que esta noche pueda entrar en su casa.
La diosa fortuna quiso que descubriera el amor cerca de una esquina donde se erigían los muros de una casa árabe rodeada con jardines, y un terreno plantado de vides. Allí acertó a divisar la fulgurante belleza de una mujer musulmana, aunque las fuerza del inexorable destino reunió en el mismo lugar y a la misma hora a otras dos importantes autoridades, por lo que tres fornidos corazones se vieron heridos de muerte como consecuencia del embrujo de la mora con la férrea esperanza de gozarla; y sin saber el cuándo, ni el dónde, ni el cómo, llegó a ser esclava del judío proxeneta, a quien le preguntaron el precio de sus servicios.
—Apresure el paso, la belleza de un paraíso vestida de mora le aguarda al otro lado.
—¡Por fin la veo! ¡Váyase tranquilo!
—Goce vuecencia de los placeres de la coyunda y regrese sano y salvo.
—¡Así lo haré! ¡Id con Dios, Don Julián!
Al otro día los sirvientes de Don Diego rastrearon todo el Albaicín para encontrarle, pues las autoridades de la Alhambra le requerían para algún asunto importante. Cuando lo hallaron bajando la cuesta del Chapiz le anunciaron que el Alcaide de la Alhambra lo esperaba, mas Don Diego se percató de haberse olvidado la espada en la casa de la hetaira, por lo que dio media vuelta, volviendo sobre sus pasos.
Cuando llamó a la puerta nadie le abría, así que decidió aporrear con insistencia la madera hasta despertar al vecino de enfrente, que sin dar crédito a lo que estaba viendo, se le aproximó para explicarle que la vivienda permanecía desocupada desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, Don Diego desconfiaba de él y le pidió que abriese la casa para comprobarlo.
—Perdonad mi señor —le dijo el vecino miestras abría—. Estáis equivocado, esta casa está abandonada. Dudo que no conozca que cuando se rebelaron los moriscos de este barrio contra el confesor Cisneros, los cristianos ahorcaron en la rambla del Beiro al rico moro propietario de esta mansión. El populacho se ensañó con el inmueble, saqueándolo y prendiendo fuego. A consecuencia del incendio murió su hija, la cual según decía la gente era de una belleza excepcional. Finalmente, la justicia se encargó de sellar la entrada y después me encomendó que guardase la llave para siempre.
—¡¿Desvariáis?! Permitidme el favor de acceder al interior, pues es mi deseo revisar los aposentos —aseveró Don Diego fulminándole con la mirada.
El vecino le miró receloso, temiendo que hubiese perdido la razón, aunque accedió a su ruego y contempló su intrépido paso cruzando el umbral por el jardín todo recto hacia delante, topándose con un paisaje desolado y carente de huellas de actividad humana alguna.
Al rodear la fuente del patio vio la puerta oscura del cuarto de la atractiva mora con la que cohabitó toda la noche. Entró dentro, todo permanecía desolado por el fuego.
Algo inaudito tuvo lugar, de pronto notó un nudo en la garganta, quedándose aterrorizado tras la visión de la espada en una esquina.
—¿Qué le ocurre mi señor? —dijo el vecino al ver cómo el color de su cara palidecía cual azucena con un gesto que le recordaba al de una efigie y el cabello se le volvía más bermejo.
—¡Oh, mire ahí! —contestó don Diego, sin hacer caso a su pregunta y señalando el haz de luz que, atravensando el ajimez de la cúpula, resaltaba de forma inequívoca la pedrería de su espada.
Todo hizo presagiar que la verdad de la fe acabase por imponerse a la incredulidad, debido a lo cual Don Diego cayó de rodillas tomando la espada. Luego buscó la cruz del mango para besarla, musitando tembloroso una plegaria.
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