febrero 19, 2020

El juego de la seducción

febrero 19, 2020 64 Comments

Queridos lectores y seguidores del blog, en esta ocasión os presento el relato con el que voy a concursar en la XVII EDICIÓN Y TERCERA TEMPORADA DEL TINTERO DE ORO (FEBRERO 2020): LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ de Margaret Mitchell
Dicho relato debe cumplir con al menos uno de estos requisitos:
  • Escribir una historia de amor, dejo al gusto del autor el nivel de romanticismo.
  • Un relato en el que se mencione con sentido la novela Lo que el viento se llevó o a la autora, Margaret Mitchell.
  • Un relato en el que la acción transcurra en un contexto de guerra, desde el punto de vista de un personaje femenino.
  •  Extensión: Máximo 900 palabras.  
El que que os comparto, cumple con los dos primeros requisitos y su extensión es de 894 palabras.
Deseo que la lectura os resulte estimulante. Bueno, ya me contaréis vuestras sugerencias e impresiones al respecto.
Muchas gracias a todos.

      No podía hacerse a la idea de lo que sus ojos estaban viendo. Una casa completamente reformada y decorada con mucho estilo.
    —¿Todo esto es tuyo o se trata de un alquiler? —interrogó aturdida por el lujo y ostentación que mostraban las habitaciones.
     —Vivo de alquiler y el dueño es un buen amigo de la infancia —le confirmó Thomas subyugado por su amplia y delicada sonrisa.
     Observándola durante unos instantes, se esforzó por sosegar sus nervios. No obstante, Emerald alzó la vista e inesperadamente ambos se encontraron en el mismo punto. Luego, él se dejó llevar y al mirarla de nuevo, sus ojos recorrieron cada minúscula parte de tan singular belleza que lo mantenía obnubilado.  
     Cierto que debió liberarse del molesto pensamiento que lo acusaba de infidelidad, al continuar manteniendo aquella relación a escondidas de su esposa, a quien solía engañarla con excusas de viajes de negocios, cuando en realidad lo único que le importaba era urdir un buen plan que le dejara libre de sospechas.
    —Mi gatita, voy a llevarte hasta nuestro dormitorio, supongo que querrás cambiarte de ropa. Solo tienes que buscar en los cajones de la cómoda. ¡Sígueme por este corredor!
     —¿Es tu madre? —interrogó la joven, levantando la mano y señalando con el índice el retrato que vio dentro de una vitrina.
      Sin prestarle demasiada atención al estar convencido de a quién estaba haciendo referencia con la imagen de la fotografía, dudó qué responderla, por lo que optó por replicarla cambiando de tema.
      —Llevas un vestido muy elegante, combina perfectamente con tu tez sonrosada y el tono castaño de tu pelo.
      —¿Cómo se llamaba?
      —Margaret Mitchell
      —¿Inglesa?
      —No, nació en la ciudad sureña de Atlanta, en Estados Unidos.
       —Su cara, me suena de algo... ¿Es famosa?
       —Sí, mucho.
       —Disculpa mi curiosidad, pero me gustaría saber a qué se dedicaba.
       —Era periodista y luego se hizo muy famosa.
       —Sin duda, una mujer muy interesante, ¿verdad?
      —Por supuesto. Fue quien compró esta casa hasta que sus herederos decidieron venderla y por casualidades de la vida, Robert me la ha alquilado en tanto que decida si quiere o no hacer uso de ella.
       —¿Y qué fue de Margaret?
      —Trabajó para The Atlanta Journal y The Sunday Magazine. Se casó en varias ocasiones y no tuvo hijos. Desgraciadamente, murió atropellada por el exceso de velocidad de un taxista, cinco días después del accidente.
       —Morir así debe ser terrible ¿verdad?
       —Y además con cuarenta y nueve años... ¡No llegó ni a la mitad de la vida!
    —¡Qué lástima! ¡Me hubiera encantado conocerla! Supongo que su vida debió ser apasionante.
      Thomas se mantuvo en silencio, con la vista perdida al fondo del pasillo. Entre tanto, ella le observaba con descaro preguntándose quien estaba realmente detrás de aquella nariz respingona, casi femenina, el cabello peinado con flequillo, la amplia frente y los ojos de mirada melancólica. Él, esbozó una sonrisa mientras la contemplaba sin perder un ápice de sus movimientos.
      Continuaron hasta llegar al umbral del dormitorio. Le indicó que podía cambiarse de ropa, mientras iba a buscar unas copas de champán. Sabía que ella no tenía a nadie a quien acudir si le ocurriese aquella noche alguna desgracia. Su familia la había echado de casa y sus compañeras del burdel tampoco podían auxiliarla.
     Al regresar con la botella y las copas, se quedó fulminado con una punzada en el estómago y una avidez por desnudarla. Llevaba puesto un negligé negro satén muy ajustado y transparente, lo que dejaba casi al descubierto sus prominentes pechos, así como los globos gemelos de sus nalgas.
      Dejando ambos recipientes y el
Chardonnay sobre la mesita de noche, se despojó de la ropa que llevaba puesta y dejándose emborrachar por la agitación que le provocaba su exuberante belleza adelantó los brazos para colgárselos del cuello y atraerla contra su pecho. La besó entreabriendo sus labios suaves y húmedos, cediendo al vértigo del deseo y sintiendo la asfixia que la presión y velocidad de otra lengua diligente, poco a poco, le vaciaba las entrañas hasta estremecerse de gozo.       
     Las medusas de sus lenguas se devoraban en infinitas bocas hambrientas como cuevas subterráneas de perfidia y carne húmeda tan acogedora resbalando entre desfiladeros de marfil y piel volcánica.
      Colocándose a los pies de la cama, le abrió las piernas y con sus manos le alzó las caderas para luego dedicarse a libar con suavidad su sexo hasta verla retorcerse de placer. Más tarde se desplazó a su vientre dándole besos húmedos. Por último, se incorporó dejándose caer encima de ella decidido a penetrarla en una sucesión de miradas, susurros, gemidos, cuerpos entrelazados y
sicalípticos besos.

     Al día siguiente, se personó Robert, el supuesto propietario de la vivienda. Thomas se encargó de presentarlos y después los dejó a solas en el salón, mientras él se dedicaba a realizar unas gestiones en su despacho.
      —Emerald ¡qué nombre tan fascinante!
     —Si, en la antigüedad se decía que era una gema sagrada relacionada con la victoria y el poder.
      —¿Formas parte de un sueño o eres real?
      —ja, ja, ja... ¡Qué cosas dices!
      —Me encantaría invitarte al cine esta noche.
      —No hay problema, Thomas no es celoso.

    Sentados delante de una gran pantalla, Robert y Emerald contemplaron juntos la película Gone with the Wind, cuyo guion era una adaptación de la novela homónima con la que la madre adoptiva de Thomas obtuvo el premio Pulitzer.



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febrero 12, 2020

Historia de amor en «Fa sostenido»

febrero 12, 2020 35 Comments


¡Hola a todos!
En breve se celebra "el día de los enamorados o de San Valentín", ello no significa, que sea partidaria de elegir fechas determinadas para algo tan natural, como lo es el flechazo o el enamoramiento y que afortunadamente sucede de vez en cuando a lo largo de nuestra vida. No obstante, siguiendo la lógica que suele predominar entre los blogueros, a la hora de ponernos de acuerdo para esa coincidencia de eventos tradicionales con los mensajes de nuestras respectivas entradas, pues he optado por compartiros este escrito, que tenía guardado hace tiempo, pero que lo fui posponiendo, hasta que coincidiera con una fecha de estas características a la hora de publicarlo. Lo he dividido en cuatro escenas y separadas por tres asteriscos, como dictan las normas de redacción y estilo. Dicho relato es completamente surrealista e hilarante, por lo que espero robaros mas de una sonrisa. 
Sin más preámbulos os dejo con su lectura, espero paséis un buen rato y gracias, como siempre por acompañarme.

Nerila metió la mano en el cajón con la torpeza de un hipopótamo, creyendo que encontraría el elixir del amor que guardó el día anterior, cuando, después de su última aventura lo dejó en el joyero de ébano, bajo llave, dentro del armario. De repente, la habitación comenzó a desplazarse, alargando las paredes. Parecía moverse al ritmo de la música, unas veces el techo se combaba como si estuviera encerrado en una esfera luminosa y otras, en cambio, tenía la sensación de abandonarse, cayendo a un profundo precipicio... Victima del delirio se vio a la orilla de un enorme acantilado, desde donde escuchó a una anciana que estaba repasando las redes de los pescadores con agujas de reloj y canutillos de hilo de fideo grueso, a la que le preguntó si había visto pasar a un ladrón de corazones y la mujer moviendo la cabeza adelante y atrás le confirmó sus sospechas.

                                                                * * *
La primera vez que Carambola se juntó con sus compinches decidió ser el cabecilla de la banda municipal de delatores, lo que obviamente le originó una enfermedad que pasaría a ser congénita para el resto de su descendencia, por lo que en aquella pequeña localidad se ganaron a pulso el apodo de «los soplones». No es que tuvieran la boca grande o los dientes afilados, más bien era la lengua la culpable, por llevarla demasiado suelta y sin doblarla al bies.
Le encantaba jugar al billar lanzando las bolas al rostro de sus oponentes, que le criticaban su minucioso trabajo policíaco, no en balde se había criado en el sótano de una comisaría, mientras sus padres se ocupaban de desplumar a los incautos vecinos, que dejaban sus casas desiertas, en el instante de irse a trabajar cada mañana. Luego, cuando se hizo un hombrecito, sus padres le dejaron en la calle, lo mismo que a un desecho orgánico, de esta suerte se ganó a pulso el calificativo del «carambola», matando contínuamente «dos pájaros» de un tiro, es decir primero les delataba y más tarde se llevaba la recompensa por su captura, aunque siendo fieles a la verdad, no siempre eran culpables sino que en ocasiones por fastidiarles, los acababa delatando y como su palabra era ley, pues no podían librarse de su condena. 
                                                               * * *
Forzulio siempre iba presumiendo por ahí, diciendo a la gente que sin su amor ella no podría ser feliz, que no conocería a otro igual porque nadie la trataba como él, ni la amaba en silencio y en voz alta, exclamando asomado a su balcón, que tenía entero el corazón dispuesto a convertir su vida en un sueño, comiendo perdices infelices y brindando en las noches de placer, cautivos del amanecer. El no podía evitar quererla tan solo para él, aunque jamás lo quisiera y menos aún sus padres que no cedieron al chantaje, de manera que él se empeñó que les haría un gran favor si los envenenaba a los dos y después cuando cumpliera veintidós, poder llevarla del brazo al altar consumando por fin la relación. Más nunca contó con que el destino tampoco quería ayudarle en el camino y de esta forma un día inesperado, un nuevo galán de pecho almidonado y con uniforme de soldado se lo llevó esposado hasta la mazmorra del condado. Desde entonces se murmura por doquier que de nada le valió presumir, ya que ella seguía viviendo tan dichosa, sin sentir ni siquiera compasión de un truhán que decía ser señor.
                                                                       
                                                              * * *    
Torpido hizo acto de presencia deslizándose por el lago de aquel lugar igual que un pequeño ruiseñor, unos decían que era un trovador y otros pensaban que se trataba del cuervo del mago Bravicundo. Los primeros lo escuchaban a lo lejos o sentados en su orilla y los demás huían despavoridos percibiendo los graznidos con los pelos como escarpias. Sin embargo, el canto del ruiseñor alado inundaba las alcobas de los enamorados y ya no quedaba ninguna duda, que era el instante adecuado a fin de encontrar el manojo de llaves y librar de los cerrojos las puertas de la ignorancia. Por fin, la suerte estaba echada y el momento era el propicio para nombrarle consejero delegado del amor, algo que le cubrió de gozo con embozo y antifaz. Los clarines y timbales atronaron y la lluvia sentimental se desató por todas partes. Las medias naranjas rodaron en busca de sus otras mitades, pero dieron tal brinco que ni contando «a la de cinco», convinieron en asistir al festejo, total que cuando subió al estrado con el propósito de ser aclamado, no había ni siquiera un alma que lo aplaudiese, por lo que huyó deprisa sin ponerse la camisa dispuesto a cantarle un bolero a la luna del alero.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

febrero 05, 2020

El joven elefante y el escorpión

febrero 05, 2020 35 Comments
Fotomontaje de Estrella Amaranto
¡Hola a todos!
Espero que este loco mes de febrero con una incipiente aparición de la primavera, en pleno invierno, os haya ayudado a mejorar el ánimo y la inspiración. Y sin novedades dignas de mención, voy a compartiros mi relato para la nueva convocatoria del Reto de Escritura Creativa #4: Febrero 2020 - Elefantes, con una extensión máxima de 750 palabras y en esta ocasión las palabras obligatorias: foto, elefante y aguijón. Siendo válido escribirlas tanto en singular como en plural.
El reto opcional, que como bien indica su nombre, se puede aceptar o no. Para este mes, hay que incluir dentro de la escena que alguno de los personajes pierda la memoria.
Mi opción se ha declinado por incluir ese reto opcional dentro de la escena.
Y sin más preámbulos, os invito a su lectura y opinión al respecto.
Muchas gracias a los compañeros de «Café Literautas», especialmente a Tirma Tiatula (Isabel Caballero), Jorge García Labajos, Carla Daniela, Pepe Espí Alcaraz, IreneR, Vespasiano y en general a todos y cada uno de quienes me han comentado y corregido.

Naturalmente al término de esta entrada nombro a los compañeros/as que amablemente habéis dejado constancia con vuestra huella y os quedo agradecida por ello.

      El brillo del sol reverberó en sus voluminosas orejas grises y en su trompa enroscándose a la rama de un árbol para apropiarse de la fruta. El resplandor, apenas, le permitía abrir sus ojos, mientras marchaba hasta un pequeño arroyo.
     Zarandeando sus voluminosas patas sobre la hierba esponjosa y húmeda, notaba las caricias de las florecillas silvestres estrujadas bajo sus pezuñas. Cuando se acercó al borde del reguero, advirtió la afilada punta de las piedras en su piel gruesa y rugosa. Dobló las patas traseras y sujetándose con las delanteras permaneció acuclillado, observando su claro reflejo en el agua. Luego, hundió su trompa para absorber el líquido y alzándola expulsó un intenso chorro que se deslizó desde la cabeza hacia las ancas, como si de una potente ducha se tratase.
     Intentó respirar hondo para sentir el penetrante olor de la tierra húmeda, pero una espesa humareda enrarecía el ambiente.
     —¿Quién habrá encendido el fuego? —pensó—; eso debería quitarme el hambre, pero todavía sigo teniendo apetito.
     Estirando las patas traseras recuperó la marcha. Cruzó al otro lado del arroyo sujetándose en las piedras que descollaban de sus aguas. El crujido de las ramas secas al troncharse le alarmó y se colocó en una postura defensiva, acurrucándose contra la hierba. Entre el ramaje apareció un escorpión armado con dos fuertes pinzas y una larga cola enroscada.
     —¡Qué iluso eres, joven elefante! ¿No sabes que puedo matarte si te clavo ahora mi aguijón?
     —¿Por qué quieres matarme, si no te he amenazado con aplastarte con mis patas?
     —Te mataré si no me ayudas a encontrar mi cueva. Llevo días dando vueltas.
     —No me asustas. Proseguiré mi camino en solitario.
     —Está bien, sigue tu camino, pero luego sálvate tú solo de los cazadores.
     —Siendo tan pequeño, ¿cómo puedes librarme de los cazadores?
     —Clavándoles mi aguijón cuando están distraídos.
     —Bueno, en ese caso, acompáñame hasta el claro del bosque y trataré de encontrar tu caverna.
     A medida que el sol descabalgaba de la montaña, el escorpión rasgaba el suelo con sus ocho patas desconfiando del entorno. También, el joven elefante bamboleaba sus ancas a uno y otro lado con desconcierto.
    Las fuerzas empezaron a fallarles. Estaban hambrientos y la noche los cubría con su penumbra.
   —Descansemos un rato bajo el fresco cobijo de los árboles para encontrar alimento. Estiraré mi trompa para comerme las hojas de las ramas más flexibles.Y tú, escóndete debajo de la piedra repleta de hormigas, así podrás darte un festín.
    —Ven p'acá atontao, que te voy a aviar de un escopetazo —exclamó un rudo cazador, apuntándole con la barbilla hacia delante en forma desafiante y la linterna enfocándole a los ojos.
   —¡¿No me has oído, puto gilipollas?! —insistía el energúmeno, disparando al aire. —Entonces el escorpión, que le había escuchado, le clavó su aguijón en una pierna hasta obligarle a huir del pánico.
    —¡Gracias compañero, me has salvado la vida! Ahora, acabemos de llenar el estómago y a descansar—finalizó el joven elefante.

Al otro día, reanudaron la marcha en busca de la familia del joven trotamundos. En cuanto aparecieron en el claro del bosque, una manada de elefantes les recibió barritando y levantando sus trompas, mientras el más joven se arrimaba a la matriarca para recibir sus carantoñas.
El escorpión los miró algo asustado, pensando que su aventura terminaba allí, de modo que giró sus patas y empezó a moverse.
     —No te vayas, mi familia debe saber que me salvaste la vida —le advirtió, exhalando un sonoro barrito, que imitaron los demás. —Luego prosiguió explicándoles la hazaña.
     —Un hermano puede no ser un amigo, pero un amigo será siempre un hermano, y como tal, así te trataremos —sentenció la matriarca.
     —Lo siento, pero quiero volver mi cueva. Su hijo me prometió encontrarla. Soy un anciano y algo no va bien en mi cabeza —se lamentó el escorpión.
     —En ese caso, te ayudaremos. Dinos qué árboles hay cerca, cuáles especies habitan por allí, los sonidos que escuchas...
     —Solo recuerdo que hay una catarata rodeada de cafetales. Escucho los cantos de los colibríes y las aves del paraíso cuando amanece. Mis vecinas son un ejército de hormigas, una colonia de mariposas y una extensión de telares, repleta de arañas.
    —¡Sí, ya sé dónde está! —exclamó emocionado uno de los elefantes. Mañana te conduciré hasta allí.
     —Yo quiero acompañarle —dijo el pequeño elefante.

     Pasado un tiempo, un famoso biólogo publicó en Internet un artículo con una foto de un tierno elefante que se fue a vivir cerca de una cueva donde habitaba un anciano escorpión.

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

enero 29, 2020

La magia de la naturaleza

enero 29, 2020 34 Comments
Fotomontaje de Estrella Amaranto
¡Hola a todos!
En esta ocasión os presento un nuevo relato donde el título tiene mucho que ver con el mensaje y parte de la historia, en la que hay algo de distorsión de la realidad o de estilo surrealista, dentro de la realidad en la que transcurren los hechos.
Con el propósito de que os resulte una lectura fluida e interesante en todo momento, no me ha quedado otra solución que además de la parte descriptiva haya osado incluir  diálogos con verbos discendi y no discendi, que por la dificultad que supone escribir correctamente los incisos, pues ya me diréis si he cometido o no algún fallo.
Sé que a simple vista también os pueda parecer algo extenso, pero estoy convencida de que si os lo hubiese sintetizado o escrito en dos partes, perdería completamente su encanto y fácil lectura. Otra solución es que cuando dispongáis de tiempo suficiente lo leáis tranquilamente para su mejor aprovechamiento y comprensión.
¡Ojalá su creatividad os sorprenda gratamente!
Muchas gracias por vuestros amables, además de valorados comentarios y observaciones.

Entró en su despacho, vio los documentos que estaban sobre la mesa, pero desvió la vista y antes de sentarse prefirió mirar el cielo desde el amplio ventanal que cubría una sección de la pared chapada en madera de roble, en aquel impresionante espacio donde la luz natural entraba a borbotones expandiéndose por todas partes.
El móvil de la oficina sonaba con insistencia; le buscaban de todos lados para requerir su ayuda. Dejó que continuase llamando hasta que lo descolgó por fin sin disculparse por la demora. Saludando con descortesía, gruñó un par de órdenes, aguijoneando a su interlocutor y colgó inclemente.
—¡No hay manera de encargarles nada! —rugió encolerizado frunciendo el ceño y apretando los puños con fuerza.
Anabela entró en el despacho, situado en la trigésima segunda planta de un imponente rascacielos en la zona empresarial de una importante metrópoli. Allí estaba situada la sede de la compañía que él dirigía.
—Don Gregorio ¿ya ha firmado los contratos que le dejé encima de su escritorio? —indagó la mujer con voz apenas audible.
—¡Ah! Los papeles de los arrendamientos de los terrenos rurales —se percató mientras sujetaba nerviosamente entre sus dedos el bolígrafo, para estampar su firma en cada documento y se los devolvió—. ¡Aquí los tiene! Envíe una copia a Dionisio Blanes lo antes posible.
Doblando el cuello y agachando la cabeza, Anabela salió sin emitir palabra alguna. El tal Dionisio no era más que un perro guardián, ex jefe de la policía nacional expulsado del cuerpo por ilícitos negocios y el mejor espécimen para amenazar a los agricultores y obligarles a vender sus tierras o cultivar aquello que el dueño les ordenase.
Gregorio Malpaseda creyó que ya le había llegado el momento de terminar la jornada, por lo que como era su costumbre salió sin despedirse de nadie. Se montó en el ascensor para los directivos y apretó el botón del garaje.
En el camino de vuelta a casa, los transeúntes parecían distraídos sin apreciar el valor del tiempo. Con las nuevas cosechas que pensaba implantar en los terrenos de su propiedad aumentaría el riego al doble, con lo que el consumo del suministro del agua sería mucho mayor y los accionistas estarían más satisfechos. Naturalmente, su jefe también lo estaría.
Sus depósitos de valores aumentarían vertiginosamente y podría adquirir el jet privado y el personal de vuelo necesario.
Al llegar a su domicilio, estacionó en el camino de gravilla blanca junto al jardín de su parcela. Descendió del auto y tropezó con el jardinero, que ya se marchaba.
—Oiga —le abordó. He terminado de podar los rosales, los hibiscos y los claveles y he trasplantado las begonias que estaban al otro lado del jardín. Es el lugar perfecto para que reciban más horas de luz solar y se protejan del viento.
—Sí.  De acuerdo, usted es el experto. —Sentenció Malpaseda, elevando una esquina de la boca y la otra formando una medio sonrisa, apretando los labios—. ¡Vaya tocapelotas! —masculló luego, cuando se cercioró de que no le oía. Sin embargo, el jardinero le había escuchado el insulto.
—La naturaleza es sabia. No hay que enfrentarse a ella —farfulló el afable individuo.
Entonces abriendo la mano, dejó escapar al aire una minúscula semilla que la brisa empujó a través del hueco de una ventana, quedando enganchada en el gabán que dejó sobre el alféizar.
Pasó el resto del día con su esposa e hija, cenando con ellas y acostando después a la pequeña. Leyendo los correos y mensajes del móvil; conversando unos minutos con su mujer hasta que se fueron a dormir. Hacía años que ya habían perdido su interés por el sexo, de manera que enseguida cayeron en brazos de Morfeo.

A la mañana siguiente Gregorio llegó el primero a la oficina. Solo tres o cuatro empleados se hallaban en sus puestos y le saludaron afablemente. Él girando para otro lado la cabeza los ignoró por completo y se metió en su despacho.
Se dirigió al perchero para colgar su gabán, acomodándose en su escritorio, desplazando el sillón hasta quedar centrado y luego revisó el móvil, realizando algunas llamadas rutinarias. Entre ellas, a su hombre de confianza, Dionisio Blanes.
—¡Procura que las tierras queden hoy repobladas y listas para la siembra! —ordenó, mientras una diminuta espora se escapaba del paño azul oscuro de su gabán.
—¡Perooo... dame tiempo! ¡Aún no he reunido a todos!. —Se excusaba tratando de mitigar la tensión con su interlocutor y pensando en las consecuencias si no le complacía.
—¡No me cuentes chorradas! —vociferó Malpaseda —. Ya sabes de otras veces lo que debes hacer. ¡Nada de contemplaciones! —exigió, con una inflexión en el timbre de voz. Lo cual provocó, que saliera de la manga del gabán un diminuto tallo verde con algunas hojitas.
—¿Me vas a contar que no puedes desafiar a unos simples campesinos? ¡Venga tío! ¿para qué te pago? ¡Cada día que pasa me estás haciendo perder dinero! ¿Todavía no te has dado cuenta? ¡Espabílate, mamarracho! —rugía Gregorio, importándole un bledo el aprieto de Dionisio, quien continuaba sudando la gota gorda sin hallar solución.
Aquel diminuto brote que comenzó asomando en la manga del gabán ya alcanzaba el suelo y se había ramificado en poco tiempo.
—Me da igual tu método para cumplir mis órdenes, pero te aviso ¡debes hacerlo pronto! —Procura que mañana entren las máquinas a despejar el terreno y quitar las malas hierbas.
Junto a las ruedas del sillón, las ramitas se había enrollado creando una maraña de hilos y hojas que se habían originado a través del paño azul del gabán. Aquel extraño vegetal no paraba de crecer y las ramas se volvían cada vez más gruesas trepando hacia el asiento. Increíblemente la velocidad de crecimiento era alucinante. Malpaseda en su ofuscación por coaccionar al excomisario permanecía ausente de semejante prodigio. En tanto él chillaba y amenazaba a su perro guardián, la planta embrujada, que surgió de tan diminuta semilla, lanzada al aire por el jardinero, y que había ido a parar a su abrigo, ahora ya cubría el respaldo del sillón. Al darse cuenta de su presencia era muy tarde. Sus piernas se veían atadas por aquellos tallos, que no paraban de aferrarse con más fuerza a su cuerpo. No pasó mucho tiempo cuando ya era preso y ramaje seguía subiendo por la espalda.
—¡Socorrooo! ¡Que alguien me ayude! ¡Diablos, todavía no ha llegado Anabela! —atisbó a decir en el instante de que la planta le aprisionaba el brazo que trató de estirar para tocar el timbre de alarma que tenía instalado debajo de la mesa. Tampoco le valió intentarlo con el otro, su ramaje también lo sujetaba implacable.
Anheló gritar y empezó a desgañitarse, pero cuando abrió la boca, otra planta se hundió en ella y la tapó con sus hojas hasta que su voz se apagó, ahogada en el silencio. El pánico se apoderaba de aquel miserable, sus ojos abiertos, igual que sus labios, mostraban el terror que se adueñaba de su espíritu. Las robustas ramas le comprimían el cuello casi estrangulándolo. Sus frondas ya le envolvían el rostro, tan solo una pequeña porción de su cabellera despuntaba en lo alto. Todo el sillón se había atestado de extraño verdor. Gregorio Malpaseda estaba completamente inmovilizado y tenía dificultad para respirar, no oía ni veía nada, tampoco podía hablar.
Preso de la desesperación realizó un ímprobo esfuerzo logrando magullar con un dedo una de las ramas de la planta, lo que suscitó que la fuerza que atenazaba su mano se volviera aún más consistente, lo que aumentó su desasosiego.
Ensalivando la boca para expulsar las hojas que la embozaban y con un ímpetu sobrehumano sopló, consiguió desprenderse del ramaje que le rodeaba. Gritó con todas sus fuerzas hasta que su esposa le preguntó: «¿Qué te sucede? ¿Has tenido una pesadilla?». Él se quedó mudo. No acababa de salir del sueño y le costaba pasar de aquel estado de modorra, al de vigilia. Lentamente tomaba conciencia de que muy probablemente las sábanas se le habían enrollado al cuerpo y era esto lo que le impedía moverse y respirar.
—Tranquila florecita, no me pasa nada. Sigue durmiendo, todavía es temprano —balbuceó tratando de sosegarla.
Ella le obedeció, aunque sorprendida. ¿Florecita? Hacía tanto que su marido se había olvidado de llamarla así, que fuera lo que fuera el motivo de la pesadilla, a ella le empezó a gustar. Estirando los brazos se giró para el otro lado y volvió a dormirse.
Al amanecer ya estaba levantado, pero antes de ducharse, vestirse y tomar el desayuno, rodeó a su mujer en sus brazos y le dio un cariñoso beso en la frente. Ella, medio dormida, le sonrió sin emitir palabra. No le importó preparar él solo el café y las tostadas, se sentía tan distinto al Gregorio que conocía, que después de tantos años atragantándose por las prisas, ahora, de manera diferente, saboreaba cada sorbo de aquella amarronada bebida.
Al salir al jardín encontró al jardinero, inmerso en sus tareas cotidianas. Sonriendo le dio los buenos días y se dispuso a subirse al coche. El hombrecillo se giró desde el seto para contestarle.
—No se preocupe Don Gregorio, cuidaré de su jardín. Sin duda, le veo diferente a otros días y me parece magnífico —pensando que hasta ese momento nunca le prestó la más mínima atención. —Tampoco se había inmutado, lo que le hizo recordar sus palabras del día anterior cuando ambos se tropezaron:
«La naturaleza es sabia. No hay que enfrentarse a ella».

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

enero 21, 2020

El desafío en la granja

enero 21, 2020 56 Comments
Queridos lectores y seguidores del blog, en esta ocasión os presento el relato con el que voy a concursar en la XVII EDICIÓN Y TERCERA TEMPORADA DEL TINTERO DE ORO (ENERO 2020): REBELIÓN EN LA GRANJA de George Orwell.

Dicho relato debe cumplir con al menos uno de estos requisitos:
  • Escribir una fábula o que los personajes sean animales, con su moraleja o con una crítica social de fondo.
  • Un relato en el que se mencione con sentido la novela Rebelión en la granja o al autor, George Orwell.
  • Un relato en el que la acción transcurra en una granja.
 Extensión: Máximo 900 palabras. El que que os comparto, cumple con los tres requisitos y su extensión es de 899 palabras. 

Como decía el gran poeta Antonio Machado: "Caminante no hay camino, se hace camino al andar..." y así dejando huella me limito a concursar, no para ganar sino simplemente para participar.
Os dejo con su lectura, que deseo os haga pasar un buen rato y ya me contaréis cuales son vuestras impresiones al respecto.
Muchas gracias a todos.

La avaricia es un afán excesivo por atesorar bienes materiales y como tal impide ver el resto del paisaje, repleto de miles de matices...
Cuando el sol declinaba, predominando el rojo anaranjado, mientras una mágica luz recorría el suave contorno de las nubes, haciendo ostensible la belleza de la bóveda celeste, era el instante en que el dueño de la granja, ubicada en plena campiña, procedía a revisar sus instalaciones.
Se trataba de un rechoncho y palurdo campesino de ojos saltones, que acompañado de sus hijos, altos y desgarbados, procuraba controlar que todas las ventanillas de ventilación, así como las puertas de los distintos cubículos de la hacienda quedasen herméticamente cerradas. Aunque, acabó fracasando, ya que ellos se ocupaban de abrirlas después que él las cerrase. Últimamente, vulneraban su férrea disciplina, pues pensaban que no era justo el cautiverio al que sometía al conjunto de las bestias.
Luego, ayudados por la luz de una lámpara de gas, se alejaban hasta la puerta de su vivienda, separada del resto de los cuchitriles del recinto, para disfrutar de un sueño reparador.

El aire se mantenía furioso y glacial, especialmente de noche, cuando la nevisca cubría suelo y tejados, con palmo y medio de espesor. La luna llena brillaba encima de la montaña. Una luna helada y furibunda reverberando sobre la nieve sorda y apática que acolchaba los caminos que bordeaban decenas de pinares y abetos.

Un ruidoso crujido en mitad de la noche despertó de súbito a los animales, que sin dejar de asomar sus hocicos, picos, fauces y morros por las ventanas y dinteles de las puertas de madera, permanecieron expectantes, sin evitar mirar a todos lados, tratando de encontrar al ladrón o al temido lobo, con el que en más de una ocasión tuvieron que enfrentarse. Sin embargo, esta vez, era un samoyedo, al menos eso fue lo que dijeron los perros de la granja, quienes se fijaron en su típica cola en forma de gancho.

—¡Hermanos, vengo en son de paz, no os alarméis! —exclamó resoplando y sacudiendo la cabeza mientras el temor se filtraba lentamente a través de sus ojos vidriosos.
—Oink... oink, oink, oink, —dijo el cerdo gordinflón llamando al resto de los animales para que acudieran a la pocilga.
—Muuu... Beee... Cuac, cuac, cuac... Miauuu... Hiaaa, hiaaa... Ih, ih, ih... Pío, pío... Kikirikiiii... Clo, clo, clo... Hiii... Huu, huu... Croac, croac... —respondieron el resto de las bestias, emprendiendo apresuradamente la marcha en fila india.
—¡Escuchadme con atención, porque os traigo una noticia muy importante! —profirió el extraño visitante, sosteniendo la mirada de todos los presentes.
—¿Qué noticia?... ¿De qué se trata?... —preguntaron al unísono sin poder pestañear y rascándose el lomo o la cabeza.
—Como algunos habéis adivinado, soy el perro guardián de la granja que dista una legua de aquí. Ayer un hombre adinerado le entregó a mi amo un fajo de billetes para comprársela. Le escuché decir que vendría pronto por esta hacienda a fin de hablar con vuestro granjero.
—¿Por qué quiere adueñarse de las granjas? —articuló abriendo el hocico el caballo, con las cejas levantadas.
—Según escuché decirle a mi amo, quiere demoler las granjas y edificar un parque de atracciones y espectáculos para niños, familias y adultos. Le explicó que ya tenía los planos del terreno y que sería el más grande del país.
—Entonces ¿qué harán con nosotros? —interpeló uno de los patos.
—¡Eso es lo que os quería decir! Os llevarán en el camión directos al matadero para sacrificaros y que el amo obtenga pingües beneficios.

Se produjo tal tumulto a partir de aquella amenaza, que fue imposible poner orden a la reunión. Todos los convocados se retorcían de espanto emitiendo alaridos y gruñidos interminables, por lo que le pidieron al forastero que les ayudase a difundir la noticia por otras granjas vecinas, que muy probablemente estarían amenazadas por la codicia del rico empresario. Debían vengarse de semejante infortunio.

—Amigo samoyedo, debemos defendernos y nada mejor que provocar incendios en nuestras granjas para que no resulten rentables a los ojos de semejante rufián y se olvide de sus execrables negocios.
—Muuu... Beee... Cuac, cuac, cuac... Miauuu... Hiaaa, hiaaa... Ih, ih, ih... Pío, pío... Kikirikiiii... Clo, clo, clo... Hiii... Huu, huu... Croac, croac... —prorrumpieron el resto de los animales, emprendiendo apresuradamente la marcha en fila india de regreso a sus habitáculos.

Al amanecer, subida a una loma, la numerosa colonia animal divisó unas espesas humaredas cubriendo el cielo de una lluvia de cenizas que se extendió por todo el valle, llegando incluso hasta la ciudad, lo cual sobresaltó a los habitantes, que solicitaron ayuda a las autoridades.
Frente a aquella insólita contingencia, el pícaro especulador inmobiliario paralizó las negociaciones con los granjeros, atribuyéndoles un despreciable complot con objeto de hundir sus planes y llevarle a la bancarrota. Atónitos no daban crédito a lo que estaba sucediendo, por lo que insistieron que no eran los más indicados para cometer semejante despropósito, teniendo en cuenta su ambición por hacerse ricos con la venta de sus granjas.
Entonces el gran estafador les miró tan fijamente que parecía tener dos puntiagudas dagas en lugar de pupilas, pronunciando con rotundidad una terrible sentencia: «Serán detenidos y acusados de pirómanos. Se les expropiarán sus propiedades, de las que pronto seré su propietario. La avaricia es un afán excesivo por atesorar bienes materiales y como tal impide ver el resto del paisaje...»


Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

 

enero 15, 2020

Un día cualquiera en la vida de una madre.

enero 15, 2020 41 Comments

¡Hola a todos! 
Deseo que la semana haya empezado bien, por lo que a mi respecta no voy mal, pues me acabo de enterar que mis compañeros del concurso El TINTERO DE ORO, han sido tan generosos con mi relato que ha conseguido figurar entre los finalistas, por lo que públicamente les doy las gracias.
En cuanto al relato de esta entrada se trata de la segunda participación en la web «Café Literautas»: Reto de Escritura Creativa #3 - Enero, 2020 - Lluvia, de 750 palabras máximo y en esta ocasión las palabras obligatorias: triángulo, amarillo y cuchara. Siendo válido escribirlas tanto en singular como en plural.
El reto opcional, que como bien indica su nombre, se puede aceptar o no. Para este mes, hay que incluir dentro de la escena que está lloviendo o que está a punto de llover.
Mi opción se ha declinado por incluir ese reto opcional dentro de la escena.
Y sin más preámbulos, os invito a su lectura y opinión al respecto.
Muchas gracias a los compañeros de «Café Literautas» y a vosotros por dejarme vuestra valiosa huella.

"No he podido evitarlo", hoy tengo turno de noche en el hospital y me espera una jornada agotadora, pienso, mientras observo desde la ventana a un corro de nubes saltarinas que asoma por el horizonte, parecen escombros de cenizas amenazando lluvia. De momento, no tendré que sufrir los estragos del aguacero, que parece iniciar su curso habitual empapando los cristales y fachadas con su entrecortado llanto.

Iván se ha levantado de la siesta con el rostro contraído y el ceño arrugado, parece como si algo desagradable hubiese perturbado su sueño.
Héctor no quiere merendar y está reclamándome con sus lágrimas. Hace poco que ha empezado a dar sus primeros pasos, mientras su hermano, Iván, que lo mira con recelo me pide su atención tirando el bocadillo mordisqueado al suelo.
Contemplo por la ventana la piscina de la urbanización, su abandono la ha terminado por pintar de verde. A su alrededor flotan todo tipo de desperdicios, bolsas de plástico; flotadores descoloridos y magullados por la desidia; tumbonas repletas de inmundicia; un sinfín de rastrojos brotando hasta en los rincones más insospechados.

—Mamá ¿has visto las ranas? —me pregunta Iván con los ojos muy abiertos y brillantes.
—Sí, están ahí flotando en ese agua verdusca... ¡Puaj! —le respondo contrayendo el rostro mientras me revuelve el estómago.
—Mamá ¿podemos ir a verlas? —esta vez, además, me tira del vestido para llamar su atención.
—¡No, no vamos a bajar! ¡Es asqueroso!
 —Pero mamá, la "seño" nos ha mandado dibujar la piscina de nuestra casa. ¿Quieres que me castigue si no hago los deberes?
—¡¿No te lo habrás inventado?! como lo de llevarte al Jardín Botánico. Esta vez me lo tendrás que demostrar. He hablado con tu "seño" y me ha prometido que te anotará en tu cuaderno cada tarea. ¡Tráemelo ahora mismo!
—¡Aquí está!
—Bueno, pero tendrá que ser cuando el cielo escampe. De momento, no bajaremos para que no pilléis un resfriado. Hoy no es buen día, Iván. Además, no te preocupes porque tengo un libro con fotografías de ranas que puedes dibujar.
—¡Mamá, no es lo mismo! ¡Yo quiero pintar las ranas de la piscina! —exclama mi hijo protestando con sus piececitos dando patadas a la mesa del salón esbozando una llantina. Algo que Héctor imita al instante.
—¡Ya está bien! ¡Cómo sigáis llorando os quedareis sin ver los dibujos animados! —concluyo arrugando el entrecejo y alzando las cejas.

De forma asombrosa la tormenta empieza a amainar, las gotas que tamborileaban en los cristales lentamente van achicándose hasta convertirse en unas diminutas gotitas. Al rato, la presencia del crepúsculo baña con sus tules rosas y morados los tejados de los edificios descendiendo entre las calles solitarias.
Iván permanece tranquilo pintando las ranas con pinturas verde y amarillo, las mismas del libro de Naturaleza que guardaba en el estante, mientras Héctor se toma un batido de frutas con leche.

Suena el ruido de la llave en la cerradura. Es mi marido, que acaba de regresar del trabajo. Los niños se arremolinan a su alrededor para recibir los mimos acostumbrados. Él los alza en brazos dándoles besos y haciéndoles cosquillas.

—Gabri, cariño, quédate con ellos, que voy justa de tiempo para irme al trabajo. Hoy me toca guardia en el hospital.
—Espera, ¿dónde pusiste las cucharas? Esta mañana en el desayuno he tenido que remover el café con el tenedor de postre.
—¡Ah, sí! He comprado otras nuevas, no me ha dado tiempo de colocarlas. Están en la bolsa de papel junto a la ventana de la cocina, ya sabes. ¡Me voy, que llego tarde!
—¡Niños, ya es la hora del baño, luego la cena y a dormir!

Los ojos comienzan a pesarme mientras desciendo en el ascensor hasta el garaje. Mi jornada nocturna no me permitirá regresar a casa hasta las 8 de la mañana.

El tráfico a esas primeras horas de la noche todavía colapsa algunas autovías de circunvalación por lo que procuro conducir despacio y mirando el espejo retrovisor cada vez que cambio de carril.
Apenas me quedan unos pocos metros para desviarme a la salida que lleva directamente al hospital, cuando un camión con un triángulo amarillo y símbolo de material inflamable atraviesa la mediana colisionando contra mi vehículo.
Solo unos escasos segundos antes soy consciente del desastre e instintivamente aprieto con mis dedos, pulgar y corazón de la mano izquierda la alianza en el dedo anular de la otra mano. Luego, cierro los ojos balbuceando: "Héctor, Iván, ¡perdonarme! ¡No he podido evitarlo!".

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados
 
 

enero 08, 2020

La fábrica de pasteles artesanos

enero 08, 2020 30 Comments

¡Hola a todos! 
Espero que las pasadas fiestas os hayan servido para desconectaros unos días de esta actividad bloguera a la que estamos acostumbrados y permitiros cambiar el chip con otro tipo de actividades y naturalmente regresar con nuevos proyectos para este año 2020 que ya hemos inaugurado, ¡ojalá que esta vez se hagan realidad o al menos la mayoría!
Bueno, en mi caso el descanso no ha sido completo, ya que estas fiestas no suelo celebrarlas siguiendo las pautas comerciales o incluso tradicionales, más bien aprovecho para rodearme de esas escasas personas que ya no me caben en los dedos de una mano y disfrutar el instante como si fuera la última oportunidad.
Centrándome en el relato que os voy a compartir esta vez, quisiera comentaros que se trata de mi primera participación en la web "Café Literautas", para el 2º Reto de escritura creativa. Diciembre 2019, de 750 palabras máximo y en esta ocasión las palabras obligatorias eran: viento, caracol y bebé. Siendo válido escribirlas tanto en singular como en plural.
El reto opcional, que como bien indica su nombre, se puede aceptar o no, es que todo el relato se desarrolle en una fábrica de pasteles artesanos.
Bien, pues mi opción fue precisamente aceptar esta sugerencia y desarrollar mi historia en una fábrica de pasteles artesanos, de ahí que eligiera este título.
Otro detalle importante, es la reedición que he hecho del texto inicial con el que participé antes de Navidad, pues gracias a las opiniones y advertencias de los atentos compañeros que participamos en este reto, comprendí la necesidad de corregirlo y volverlo a publicar. 
Sin otro particular, os invito a su lectura y opinión al respecto.
Muchas gracias a los compis de "Café Literautas" y a vosotros por dejarme vuestra valiosa huella.

 La fábrica de pasteles artesanos
 
Hace mucho tiempo en la ciudad donde nací, vivió un humilde artesano dedicado a crear auténticas obras de arte, se trataba de un alfarero bastante diestro a la hora de modelar con sus manos el barro. Aprendió a extraerlo, limpiándolo y sobándolo a fin de obtener las pellas apropiadas para el rotativo trabajo en un torno de uso artesanal de la mano de su padre y antes de su abuelo. La alfarería se hizo famosa, pues muchas de sus piezas se habían convertido en artículos decorativos anhelados por los coleccionistas.
Sin embargo, murió consternado por el sufrimiento que le produjo el rechazo de su hijo a continuar con la tradición familiar. Sus esfuerzos por mantener a flote la prestigiosa calidad de sus creaciones, lo mismo que la leyenda que sus ancestros se encargaron de instaurar a lo largo de más de un siglo, se desintegraron como una enorme pompa de jabón al calentarse.
Miguel, el hijo del finado, prefirió vender el negocio y con las ganancias obtenidas montar una fábrica, donde mi azucarada familia de pasteles artesanos alcanzó un espléndido renombre, con el que ni siquiera habíamos soñado y nosotros sus fieles productos se lo agradecíamos sacrificando nuestras vidas en pro de la calidad y el prestigio de la factoría.
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Continuaré mi historia trasladándome al presente, pues quiero invitarte a descubrir la cotidianidad de nuestra jornada laboral en manos de los empleados que nos amasan, hornean, trocean y hacen de nosotros deliciosas elaboraciones de la repostería.

Cada mañana, una vez engrasadas las máquinas, los trabajadores mezclan nuestros ingredientes siguiendo un diligente proceso de elaboración, tratando en lo posible de emular las recetas que preparaban sus abuelas, incorporándoles modernas fórmulas, generalmente atractivas para los paladares más exigentes.
Finalizada la actividad suelen dejarnos a solas encima de enormes bandejas metálicas, porque acabamos padeciendo un síndrome de fiebre alta, lo cual tienen en cuenta los empleados de la fábrica dejándonos enfriar, pero te confieso que a mi familia le ha costado sudor y lágrimas inmunizarse de esos insistentes cambios de temperatura.

Pensarás que todo es demasiado idílico para ser verdad y no te equivocas, puesto que omití contarte el maremoto que asoló nuestro arrecife de la tranquilidad, hace unos meses, con la visita de un grupo de escolares.

El fuerte portazo de los postigos de las ventanas seguido de una algarabía infantil, fue el presagio de la tragedia que estaba por llegar...
Un niño pecoso y mofletudo de cabello cobrizo se nos aproximó, tenía las pupilas chispeantes, su mirada irradiaba luz y una alegría exagerada, por lo que nada más pegar su nariz en nuestras frágiles cabezas, nos sentimos presos del pánico. 

Levantándonos con sus manitas en el aire nos lanzó disparados hasta el rostro paliducho de otro crío enclenque y tímido, al que le llamó "nenaza". Este, a su vez, comenzó a llorar desconsoladamente y un grupo de niños repitió la misma hazaña soltándonos a merced del viento, para acabar estrellándonos en distintas caritas infantiles o aterrizando contra las baldosas del suelo, a donde fue también a parar nuestro propio regimiento de defensa, así pues el encuentro escolar se transformó en una desgraciada carnicería con centenares de víctimas esparcidas por aquel improvisado campo de batalla, dejando un reguero de muertos, que ni siquiera pudieron recibir un honroso funeral.

Quizás te cueste imaginarlo, pero te aseguro que sucedió  tan rápido, que ni yo mismo, que me parapeté detrás de una batidora, daba crédito a lo ocurrido.

Una de las madres de aquella jauría infantil, apareció por una de las puertas del habitáculo donde permanecían los niños, sosteniendo en sus brazos a su  sonrosado bebé. Abriendo excesivamente la boca, les gritó: "¡Ya basta... estáos quietos de una vez!" Sus ojos parecían salirse de sus órbitas, mientras las venas del cuello se le dilataron en exceso.
Enseguida acudieron los profesores frunciendo el ceño y arqueando las cejas hasta dejarlos paralizados. Sus miradas les escudriñaban advirtiéndoles con el rostro malhumorado que todos serían sometidos a un riguroso castigo, se quedarían sin recreo durante una buena temporada.
Luego algunos trabajadores pararon la cinta transportadora por la que patinábamos cayendo en los envases que otros empleados rellenaban con nuestra suculenta presencia.

Un pequeño caracol, que casualmente había presenciado la catástrofe, se colocó debajo de la suela del perverso agitador mofletudo, pecoso y de cabello cobrizo, de tal manera que lo obligó a dar un traspié, cayendo de bruces y partiéndose varios dientes, lo que le provocó un fuerte sangrado en la boca y la risa de sus compañeros.
 
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados