noviembre 19, 2017

La familia Confite

noviembre 19, 2017 51 Comments
Queridos compañeros de letras y seguidores de este blog, llegó el momento de haceros olvidar los problemas cotidianos y sumergiros en este mundo del humor, donde únicamente las risas o las sonrisas son las protagonistas. ¡Que lo disfruteis!



La familia Confite, gozaba de un gran renombre en aquella ciudad de provincias situada en un entorno privilegiado por la bonanza de su clima templado y el majestuoso paisaje de su bosque tropical. Sus vecinos llevaban una vida sosegada dedicándose a la agricultura y a otros menesteres. 

Situada en una céntrica calle, se encontraba un gran edificio de tres plantas con vistas a dos calles, realizado en piedra maciza con revestimiento de mármol rosa jaspe en su fachada. Dicho inmueble era propiedad de la familia Confite, quien a su vez regentaba una pastelería que gozaba de gran reputación no sólo de los vecinos de Tropilandia, que así se llamaba esta ciudad, sino también de otras ciudades lindantes, cuyos habitantes solían desplazarse para adquirir todo tipo de productos artesanos en ocasiones especiales y festejos populares.
El establecimiento de los Confite, como popularmente se les apodaba, se hallaba en la primera planta a ras de suelo, constaba de dos amplios escaparates y una puerta de madera acristalada, enmarcada entre ambos, con dos largos tiradores verticales de metal. Su interior era muy coqueto y acogedor, con un mostrador de madera de roble y cristal antiguo, así como numerosas estanterías repletas de cajas de bombones, muñecos de felpa rellenos de golosinas, jarrones de flores, tarros de cristal con caramelos y cestos de mimbre para regalo. También había varios expositores de cristal donde los clientes podían recrear su vista y paladar con las mejores creaciones pasteleras de la casa.
Cándido, que así se llamaba el dueño o el pastelero, tenía un carácter dócil y apacible, mientras que su mujer, Leoncia, hacía honor al nombre, por lo que tenía muy mal genio y además autoritaria. Con el matrimonio vivía también su madre, doña Gertrudis, una anciana que no aparentaba la edad, con un carácter entremezclado de jovialidad y tozudez, a la que le gustaba incordiar y meterse en medio de la pareja, pues aunque habían pasado muchos años desde que su "niña" se había casado, para ella no contaba nada más que su afán por protegerla.



A eso de las 7 de la mañana comenzaba su jornada laboral en el obrador situado a espaldas de la tienda y donde estaba toda la maquinaria industrial necesaria para aquellas labores que tan primorosamente efectuaba la familia al completo: Cándido como supervisor y artista de los suculentos manjares, Leoncia ordenando a diestro y siniestro cada acción, cada pedido, cada pauta y Doña Gertrudis poniendo peros y echando leña al fuego del horno y al de la pareja. 
Un rato más tarde de prisa y corriendo, van desayunando de pie, con las magdalenas a medio tragar y mascullando los primeros improperios como habituales saludos matutinos.

—¡Cagüen en Dios, estoy hasta los cojo...de ti! Hay que contratar a una chica para que me eche una mano, porque contigo Leoncia y con la bruja de tu madre, no puedo trabajar y mira que te lo he advertido mil veces, pero nada, tú a lo tuyo y tu madre a darte siempre la razón. 

—Mira gandul, Leoncia, te quiere más de lo que te imaginas, lo que ocurre es que eres un pendón y ahora se te ha metido en la cabeza buscar a una moza que nos hunda el negocio, porque vaya a saber con qué intenciones puede venir. ¡Ay Santa Rita bonita, líbranos del mal! ¡Ay Señora de los desamparados! ¡Ay San Judas no me falles esta vez!...¡Ayyy...qué mala me estoy poniendo! ¡Traime las pastillas, hija mía, que me da el vahído!

—¡Eres un desgraciado, no ves lo pálida que se me ha puesto mi madre! ¡Anda tunante, vete a su cuarto y trae el bote de pastillas que está encima de la mesita! ¡No me hagas perder más los nervios, que no respondo de mis actos! ¡Granujaaa...!

—¡Ya voy, Leona! Y a ver si te metes la lengua por donde te salen esos ventorros que un día van a derrumbar el edificio.

Tras unos minutos de confusión y pérdida de tiempo, volvieron como si nada hubiera ocurrido a proseguir la faena, continuando el ritual de rigor ya mencionado antes y que conocía, mejor que nadie, el vecindario, por las voces que traspasaban los muros y estremecían los oídos de los viandantes.
Pasaron algunas semanas, hasta que el hombre de la familia, pegó un puñetazo en la mesa y dijo secamente: "O contratamos a alguien o me voy de casa y te quedas con la urraca de tu madre." Ante semejante prueba de valor y desplante, con el que no contaban ellas, no les quedó más remedio que achantarse y morderse los labios antes de hablar.
No tardó mucho tiempo en incorporarse al grupo de trabajo, una chica pizpireta y descarada, a la que se le conocía con el sobrenombre de Sabrina, por sus prominentes senos y figura escultural. Sobra decir el malestar y disputas que tal decisión les ocasionó.


—No podías haber buscado otra operaria y no a esta guarra, porque ya me dirás tú a mi, pánfilo, si no hay chicas en esta ciudad dispuestas a trabajar con nosotros, pero nada, tú a lo tuyo, a hacernos la vida imposible a mi madre y a mi. ¡Menudo zorro estás hecho! ¡Nos vas a matar a disgustos!

—Venga, no te hagas la mártir, que para una vez que elijo, ni siquiera me dejas tranquilo. Sabrina, se queda y punto, o ya sabes lo que te toca.

—Sabrina se queda, pero con una condición, a esa pájara le voy a poner un uniforme. Si, uno que usaba mi madre cuando era joven.

—Ya estamos otra vez con tus chifladuras. Seguro que la quieres convertir en una momia como tú. 

—Esta vez te toca aguantar la vela, porque como te pongas farruco, vas a comer cebollinos y dormir en el sofá de mi madre, porque lo que es conmigo olvídate. Asi que ándate con cuidado besugo y no me seas tarugo.

De nuevo los reproches se alojaron como testigos mudos en aquella estancia, hasta que Gertrudis intervino: "Ya está bien, pareceis dos críos a la greña. Se acabó la fiesta, ahora mismo haceis las paces y aquí paz y mañana gloria." 

La clientela aguardaba impaciente la apertura de la tienda a eso de las 8 de la mañana, deseando abastecerse de la bollería para el desayuno y algunos otros caprichos para los más golosos. El aroma característico de los bizcochos, croissants, magdalenas, ensaimadas, napolitanas, palmeras, bollos suizos, etc. atraía como abejas al panal, a un buen número de parroquianos, a los que incluso les divertía observar las trifulcas que armaban detrás del mostrador, pues tampoco se ponían de acuerdo a la hora de cobrar, mientras Cándido sumaba el total, Leoncia y Gertrudis lo distraían queriendo repasar la cuenta, hasta que el hombre perdía los nervios y salía de la tienda dando un portazo o tropezando con el paragüero que estaba allí delante de la puerta.


Algunos asiduos hacían apuestas para ver si aquel día tropezaba o no, pero lo peor era cuando se quedaba atascado entre el marco y la alfombrilla de la entrada, dando bandazos en el aire antes de desplomarse al suelo, en ese caso las apuestas subían de precio y los más avispados ayudaban levantando la alfombra con disimulo, para que Cándido resbalase con más facilidad.

Lo que nadie sospechaba y era el mejor secreto guardado por Cándido, es que cada vez que pegaba portazos y se marchaba como alma que lleva el diablo, se acercaba a una carnicería que regentaba otro vecino, Gregorio, con el que siempre había mantenido un trato especial, incluso cuando iban juntos al colegio. Algo ocurría allí en la trastienda, porque al poco rato de su llegada, entre aquellas paredes se escapaban por las resquicios de la ventana, constantes gemidos, murmullos y gritos desenfrenados. 

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

noviembre 11, 2017

EL INSÓLITO CASO DEL PARQUE DE LAS GÓNDOLAS (segunda parte y fin del relato)

noviembre 11, 2017 66 Comments

Me vi de repente transportado al interior de aquella juguetería, donde todavía estaba Makane, quien nada más abrir la puerta corrió a mis brazos y tirándome con ternura de las manos, me intentaba guiar hasta una casa de muñecas que intuí era su foco de atención. No me costó nada avanzar unos pasos y ponerme justo delante de aquella preciosa residencia para muñecas, que atónito vi como se abría la puerta principal y desde su interior alguien nos llamaba por nuestros respectivos nombres:



—¡Hizar!... ¡Makane!...No os quedéis ahí fuera, pasar y sentaros en el sofá del salón. ¡Ya era hora de que regresarais! Estábamos muy preocupados por vosotros desde que os fuisteis al colegio... Me ha llamado vuestra profesora para avisarme de que habéis hecho novillos, saltándoos las clases y eso merece un castigo.

—Me puse a rascarme la piel de los brazos, como en un vano intento por saber si estaba despierto o no. Todo aquello me resultaba demasiado perturbador, siendo incapaz de poner en orden mis pensamientos que no paraban de hacerme entender que lo que vivía era completamente real.

Si, estaba sentado en aquel sofá de piel marrón desgastada por el uso, leyendo un libro que no recordaba su portada, pero que por otra parte me parecía familiar. También tenía al lado un ventanal, cerca de un viejo aparador con algunos trofeos y una caja de música de madera con técnica de taracea y fondo de terciopelo rojo, que me llamó mucho la atención. La tomé en las manos y le di cuerda, entonces sonó aquella melodía que me ponía tan triste y melancólico sin saber el motivo. 

—¡Deja esa caja ahora mismo y ponte de rodillas! ¡No me lo hagas repetir más veces! —aquel tono de voz grave y autoritario gravitó entre las paredes y acabó rebotando en mis tímpanos, hasta que preso del pánico me hinqué de rodillas sobre la alfombra persa y le supliqué que no me diera con la hebilla de su cinturón en mi espalda, algo que se lo pasó por alto mientras me quitaba la ropa para propinarme unos buenos latigazos. Sabía de sobra, que siempre podía doblegarme con su despótico método educativo.

—¡Ahora te toca a ti, Makane! ¿Me has oído o quieres que te pegue más fuerte que a él?... ¡Acércate y ponte de rodillas, mocosa! —exclamaba fuera de si aquel implacable individuo, cuyo espíritu paternal nunca había desarrollado, pues más bien se asemejaba a un perverso granuja acostumbrado a atemorizar a sus pequeños vástagos.

Al acabar aquella humillante zurra de correazos los dejó solos llorando desconsolados y emitiendo raros hipidos, que interrumpían su respiración como si fueran a ahogarse. 

Después volvieron a sentarse en el sofá con las manitas juntas y en completo silencio... La luna asomaba ya por la ventana y pronto tendrían que irse a dormir... 



Mi cabeza empezó a darme vueltas y más vueltas, estaba otra vez sentado en aquel banco de madera del parque, sin comprender del todo qué era realmente lo que me sucedía, quizás me había dormido sin darme cuenta y todo aquello no era más que un sueño, o como había leído en alguna parte me había desplazado a un mundo paralelo... ¿Quién sabe a ciencia cierta si lo que experimentamos como realidad no lo es y estamos dentro de un sueño o de una mente que nos piensa?...
Entretenido en mis elucubraciones distinguí a una pequeña figura infantil que se iba aproximando hasta mi presencia. Se trataba de Makane y me alegré tanto de volver a verla que sentí un fuerte estremecimiento que me subía por las piernas hasta la cabeza. Sin embargo, la niña caminaba muy despacio, tenía el impermeable destrozado y los ojitos llenos de lágrimas. Cuando la inspeccioné me quedé sobresaltado, tenía moretones en el cuello y en la espalda, lo mismo que la supuesta hermanita con la que había tenido aquella insólita vivencia minutos antes. Consideré conveniente preguntarle su nombre y ella me contestó: "Makane"
Desconcertado ante tantas coincidencias, pues se juraba a si mismo que ella era una perfecta desconocida hasta ese instante y lo mismo pasaba con él, respecto a la niña desde el minuto en que se conocieron, no acababa de asimilar tantas circunstancias contradictorias. No obstante se dejó llevar por aquel inmenso cariño que sentía hacia ella y la sentó con cuidado a su lado, tal y como estaban en la otra realidad... Instantes después notó que Makane se caía desplomada al suelo agarrada de su mano, por lo que estiró de ella para alzarla, hasta notar un intenso dolor en el pecho que le hizo perder la consciencia e inclinar su cuerpo hacia un lado.

El jardinero municipal fue quien los encontró e intentó reanimarlos sin ningún éxito. Después llegó el forense para inspeccionar los cuerpos:

—¡Qué extraño! Ambos presentan moretones en la espalda y cuello, aunque la niña además tiene una profunda hemorragia interna. Esto parece tener toda la pinta de haber sido víctimas de algún desalmado que vagaba por los alrededores.

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¿Qué os parecido este final?... ¿Sospechabais que podía ocurrir algo así o qué desenlace pensasteis que iba a tener cuando leísteis la primera parte?...

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

noviembre 04, 2017

EL INSÓLITO CASO DEL PARQUE DE LAS GÓNDOLAS (primera parte)

noviembre 04, 2017 70 Comments


Aquella mañana los visillos celestes se habían teñido de espesa humareda grisácea, haciendo imposible que ni siquiera se filtrara un diminuto rayo solar, lo que suponía todo un despropósito para motivar el habitual inicio de jornada y un lastre emocional con el que cargar hasta que llegase por fin a despejarse el horizonte, porque aunque nos acostumbremos a todo, es difícil prescindir de esa irradiante calidez del sol.

En esas estaba, cuando la vi deambular por las estrechas aceras, marcando con sus pequeños pies, una forma indolente e insegura de caminar. Me pareció una niña traviesa que se había escapado de los brazos de algún adulto o tal vez de un grupo de colegiales, que a esas tempranas horas, pudiera estar de camino del centro escolar más próximo. Tuve la corazonada de que si la seguía podía ayudarla en caso de peligro, pues no era muy aconsejable abandonar a su suerte a una criatura tan pequeña e indefensa, pero tampoco quería asustarla si me acercaba a ella y dado que no me conocía pues podría salir huyendo o echarse a llorar.

Ella llevaba un impermeable amarillo con un amplio paraguas a juego, que le cubría buena parte del cuerpo, también ocultaba su cabeza con un sombrero floreado y por último tenía puestas unas botas rosa chicle con lunares blancos hasta las rodillas, por donde le asomaban unos calcetines. Iba saltando los charcos que encontraba en su trayecto matutino, sin poner atención alguna en lo que sucedía a su alrededor, aquella actividad le debía gustar tanto que la escuché cantar alguna de esas famosas canciones con estrofa pegadiza. Más tarde la contemplé sentada al borde de la acera con el brazo extendido y la mano abierta reteniendo el agua de la lluvia en sus dedos. Al incorporarse se alejó hasta una plaza, donde haciendo esquina, había una enorme tienda de juguetes. Se paró nada más verla y corrió hasta sus enormes escaparates, poniendo la nariz fija en los cristales y dejando escapar su aliento que por la diferencia de temperatura con aquellas lunas, las empañó completamente con su cálida respiración, aún así permanecía embelesada sin poder apartarse. En ese instante pensé que podía acercarme hasta allí y permanecer a su lado observándola más de cerca. 

—¿Te gustaría entrar a esta tienda y poder tocarlos?... —le insinué con mi mejor predisposición de ánimo y en un tono muy cariñoso.

—Bueno, si, si me gustaría, pero yo no le conozco señor y mis padres me reñirían si lo acompañase —replicó la niña.

—Te prometo que no te voy a hacer ningún daño. Además yo solamente te abriré la puerta y luego le diré al dependiente que te muestre los juguetes, pero si me tienes miedo prefiero irme ahora mismo y dejarte sola —volví a insistir, tratando de transmitirle confianza.

—No se enfade señor, no me gustan los extraños. Prefiero que se vaya. ¡Entraré yo sola! —continuaba excusándose y exclamando, decidida a cruzar la puerta.

Preferí alejarme de ella, prosiguiendo aquel agradable callejear que me llevó hasta "El Parque de las Góndolas" donde encontré un lago con góndolas que lo recorrían de un extremo a otro. También había un estanque con muchos patos y cisnes chapoteando y luego secando sus plumas en el mullido césped de alrededor. Busqué un banco en una zona apartada y solitaria, poblada de castaños de indias, falsos plátanos y abedules esparcidos por todo el extenso recinto rodeado de sólidas verjas de acero acabadas en punta.
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No tuve constancia del tiempo, pues me envolvió una inusual sensación de paz y felicidad demasiado extraña...  (Continúa en la segunda y última parte).

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

octubre 27, 2017

La agonía del condenado

octubre 27, 2017 63 Comments
Olivier de Sagazan ("Tranfiguration" - de su serie performativa)
Posiblemente te parezca un loco o una mente que deshilacha pedazos de razones, estirando de esos finísimos hilos invisibles hasta la saciedad, hasta converger en un oscuro corredor por donde la muerte va y viene, con la misma expresión afilada de acero incombustible y me grita: ¡El siguiente! Más, permanezco ausente y no la contesto. Mi hierático talante me protege de tantos inexpresivos rostros ordenando una nueva ejecución, pero conozco al general y no voy a ceder un palmo de este tablero donde se juega la partida, aunque las espadas se mantengan en alto y me recuerdes que ya no hay tiempo que pueda variar los eslabones del destino.

Veo pasar instantáneas ráfagas, realidades fragmentadas de mi vida, donde distingo como fue mi infancia y de que forma crecí, con esa arrogancia de los niños adultos, con ese desdén frunciendo el ceño y mirando cual águila rapaz, al resto de los posibles candidatos a mis obsesivos juegos de soldados romanos contra guerreros vikingos, siempre cortándolos la cabeza, porque ya entonces intuía que la mía no iba del todo bien, de eso ya se encargó mi padre, cuando lo vi en las pocilgas asestándoles palizas a los infelices lechones recién nacidos, esos eran precisamente sus favoritos, para levantarlos al vuelo y lanzarlos contra las rugosas paredes de adobe donde rebotaban y caían heridos al suelo. Luego cuidando los detalles, inspeccionaba la "pieza" como un experto cirujano, para finalmente sacar su navaja afilada del bolsillo y rematarlos con saña, hundiendo aquel afilado instrumento en su delicado cuerpecito, como quien corta un fino pastel, para relamerse de gusto y sentir el placer de las hormonas inundándole las órbitas de los ojos, que le centelleaban como un poseso.

¡Cuántas noches me levantaba de la cama escuchando los gruñidos y estertores de aquellas inocentes criaturas! ¡Cuántas veces mi padre me cogió por las orejas y me llamó cobarde! ¡Cuántos castigos recibí con la espalda cosida a latigazos! ¡Cuántos gritos de mi madre suplicándole que me dejase tranquilo, que sólo era un niño! ¡Cuántas palizas recibía mi madre cada vez que yo no cumplía las órdenes de mi padre! ¡Cuántos, cuantos....cuántos un día y otro también! Sería imposible de enumerarlos, porque mi padre no atendía a razones de ningún tipo y eso mismo heredé yo por desgracia. Como un virus contaminado de odio y venganza, que nunca me abandonó hasta aquel otoño cuando tu débil mirada me heló la sangre y paralizado no supe conjurar mi maleficio, para extinguir aquella hiel que me habían inoculado.

Me llegaban murmullos de la gente hablando, apenas audibles, apenas rozándoles la superficie de los labios, temerosos de emitir juicios imprudentes. Corrillos de avestruces pusilánimes, repartidas entre templos de buitres y nubes de hojalata oxidada por el miedo. Mientras tanto, presentía tu mirada con aquella piedad de las doncellas vírgenes, cuando aguardan en el lecho nupcial su crucial misión de entrega total de sus dones más íntimos. Sin embargo, mis ojos vidriosos permanecían ausentes, desdeñosos y clavados en un ángulo de noventa grados a la sombra gélida del precipicio de mi locura.

Aunque las neuronas se descolgasen por los oscuros andamios de mis lúgubres pensamientos, supe que la firme mano del tribunal superior de los desterrados a ese mundo de las almas perdidas, ya me había sentenciado y solo era una triste sombra entre las sombras del cautiverio en el que mi alma se hallaba condenada, mientras mi cuerpo se debatía en agonía sofocante.

Casi al término de exhalar mi último aliento distingo tu luz, señalándome con tu mirada angelical sin mediar palabra alguna, la habitación azul donde tantas noches danzamos cabalgando entre gemidos y sábanas de lino perfumadas de jazmín... ¡Oh! ¡Siempre me pareciste la diosa del deseo! Fuiste mi redentora de soledades y castigos, de pecados inconfesables que poco a poco me llevaron a esta locura y ahora te vuelvo a encontrar para redimir mi culpa y salvarme de nuevo... ¡Acércate y ten piedad de este ladrón que también te robó la inocencia y tu favor más preciado... tu vida...!

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados

octubre 21, 2017

Solo me importas tú

octubre 21, 2017 98 Comments

El estallido de los cerezos en flor indicaba el preámbulo de la primavera, así como aquel espectacular colorido perfumado de esencias, trenzaba una inmensa alfombra floral, que alegraba los corazones de aquel país insular del este asiático, popularmente conocido como "La tierra del sol naciente".

Me había desplazado desde Okayama hasta Kioto, en una incansable búsqueda, que gracias a aquel año sabático, me permitía viajar por todo el territorio. 
Después de comer, había quedado en una exclusiva y popular casa de té, en el corazón de Gion, punto neurálgico de uno de los barrios de geishas más populares de la ciudad, situado en la calle Hanamikoji (Hanamikoji-dori en japonés). Era un sitio que solo trabajaba con reservas y donde se restringía la entrada para aquellos clientes que tuvieran una larga tradición familiar, como ocurría con la antigua conocida con la que me iba a entrevistar y que me hizo señas nada más pasar al jardín, que daba acceso al interior. Sin muchos rodeos, le propuse que me explicara detenidamente la historia de su allegado, cuyo apellido Nakayama era demasiado importante en mis averiguaciones.

Barrio de Gion (Kioto)
Sorprendida por mi insistencia, trató por todos los medios de enterarse de cual era el motivo real que subyacía bajo aquel enredo, algo que evité, pues podía poner en peligro mis investigaciones. De manera que opté por contarle una falsa historia, que pudiera calmar su curiosidad, pero que al mismo tiempo me ofreciera la posibilidad de recabar los datos que necesitaba. Naturalmente no llegó a enterarse de mis artimañas y logré mi propósito.

A la mañana siguiente me dirigí en mi automóvil a Magome, un pueblecito cerca de Nagoya, donde me esperaba un investigador privado, con el que me había puesto en contacto telefónico, nada más regresar a mi apartamento el día anterior, para comunicarle mis pesquisas. Debía encontrarla, era lo único importante para mi, aunque estaba seguro de que la búsqueda no me resultaría fácil.
Fui directamente hasta el mirador, recorriendo a pie sus calles empedradas y empinadas escaleras, en medio de un precioso paisaje montañoso, rodeado de una vegetación exuberante, ese era el sitio acordado por Naoko, quien me puso al corriente de las últimas noticias.

—Acabo de visitar a esa familia Nakayama, guarde la dirección. Se trata de una humilde vivienda de madera donde debe preguntar por Shinju, ella conoce la historia y por una buena recompensa está dispuesta a ayudarle.

—¿Cómo es ella físicamente?... ¿Tiene una foto o algo que la identifique?... No quisiera sufrir otro nuevo desengaño, ya sabe.

—Tenga, coja este collar con el guardapelo. ¡Ábralo y verá la foto que me pide! También contiene un rizo perfumado de su cabello.

—Si todo va bien nos despedimos aquí, de lo contrario llámeme a mi despacho.

Magome (pueblo congelado en el tiempo)
Volví a descender aquellos peldaños y me encaminé hasta aquella dirección, preguntando a la gente con la que me iba encontrando por el camino. Hasta que descubrí la casa. Sus ocupantes ya estaban al tanto de mi visita y al tocar la puerta, Shinju me invitó a pasar.

—Siéntese cerca de la estufa o se va a quedar helado de frío —me dijo acercándome una silla algo desvencijada por el uso, en un tono muy afable.

—Estoy dispuesto a pagarle lo que haga falta, pero por favor no me mienta o de lo contrario le demandaré civil y penalmente. ¿De acuerdo?

—No se preocupe, no le voy a engañar, ella está retenida contra su voluntad en una "Casa de Masajes" de Nagoya. 

—¿Cómo ha podido llegar hasta allí si residía con ustedes según mis informes?... ¡Les voy a enviar a la cárcel por cómplices de un secuestro!

—No, nosotros no tenemos nada que ver. Ella se fue libremente a Nagoya con su novio, querían prosperar y tener una vida más confortable. Un vecino nos contó que la había visto en ese local y que no tenía muy buen aspecto, quizás estaba embarazada, nos aclaró después de aconsejarle que nos debía decir la verdad. Luego fuimos a la policía para tratar de encontrarla, pero todo resultó en vano.

—En vista de que no está aquí con ustedes, solo les compensaré económicamente si me facilitan la dirección de esa "casa de masajes".

El hombre que hasta ese momento había permanecido callado, se levantó de la silla y anotó la dirección en la cara opuesta de un paquete vacío de cigarrillos, que estiró por la mitad, después me lo entregó esperando la gratificación pactada, que le di al instante.

Dejando atrás aquel antiguo pueblo recorrí los 90 kilómetros de vuelta en automóvil y perdido en aquella inmensa urbe de Nagoya, fui a parar al puerto, donde debía encontrar por fin su paradero.

Nagoya (cuarta ciudad más grande de Japón)

El local estaba muy iluminado y lleno de letreros, donde aparecían en una larga lista todos los distintos servicios, que podían adquirir los clientes que lo visitaran. La música era atronadora y las chicas se movían como robots, siguiendo aquella música pegadiza, una de ellas me preguntó qué tipo de servicio quería, le respondí que ninguno, que solamente quería hablar con la persona de la foto, que aparecía en un álbum que me había mostrado y que también estaba en mi teléfono, como pudo comprobarlo.

—Espere un momento por favor. ¡Voy a avisarla!

No tardé demasiado en verla asomar por un pasillo lateral, corriendo hacia mi encuentro y abalanzándose para darme un fuerte abrazo. Reconozco que aún no podía creer que aquello me estaba pasando, pero así era. Después de permanecer profundamente unidos y con las lágrimas cubriéndonos los ojos, en una especie de eternidad donde la felicidad colmaba nuestros corazones, la miré emocionado a los ojos y ella me dijo:

—Papá... ¿Cómo me has encontrado?... ¡Perdóname!... Ya hablaremos más despacio de todo lo que me ha pasado en este tiempo.

—Tranquila, hija mía, solo me importas tú  ¡Por fin volvemos a estar juntos! Ahora entrégale a tu jefe este dinero, como rescate. ¡Regresamos a casa!

—Espera un momento, papá, quiero darte una sorpresa.

Ella desapareció de nuevo por aquel estrecho pasillo lateral y al cabo de un buen rato, apareció con un niño en brazos y un bolso en el hombro.

—¡Míralo! ¡Es igualito a ti! ... ¡Papá, es tu nieto! ...

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enero 09, 2017

Fuego para abatir la nostalgia...

enero 09, 2017 45 Comments

Tengo el gusto de presentaros a continuación el microrrelato premiado en el 


Miró distraídamente por la ventana. El paisaje urbano ya empezaba a vestirse de Navidad. Se repetía a si misma que esta sería otra nochebuena como las celebradas después del fallecimiento de sus padres, con la soledad al hombro y la indiferencia en la mirada.
Año tras año las calles repletas de esperanzas servidas en escaparates, cantos de gorriones infantiles y familias al borde de un ataque de nervios caminando en las aceras o sobrepasando los límites de una alegría alquilada para esas fechas.

¿Cuántos años permanecía viviendo en esa ciudad?, más de cincuenta y más de media vida pensó. Según decían "nadie muere del todo mientras perduren sus recuerdos" y así le ocurría a los suyos, guardados no solo en la memoria, sino también en una vieja caja con adornos de taracea, que había recuperado de la casa de sus padres, donde precisamente estaba una fotografía amarillenta con una escena familiar, propia de esas mismas fechas. La miró emocionada mientras se calentaba frente a la chimenea del salón, decidida a poner fin a tantas lágrimas de nostalgia acumuladas en las agujas del tiempo.

Solo transcurrieron unos minutos hasta que los vecinos descubrieran la escena. Las llamas de la chimenea fueron avanzando hasta alcanzar el techo. Cuando los bomberos entraron al domicilio, solo encontraron los restos de un cuerpo calcinado y una fotografía que extrañamente se había salvado del fuego, donde una familia estaba reunida celebrando una fiesta de Navidad.

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diciembre 11, 2016

El mago Augurur y el rey Zafir "El Magnánimo"

diciembre 11, 2016 32 Comments
Ilustración de Jonatan Cantero (Barcelona) - Assasins
Había una vez un reino lejano donde vivía un monarca de nombre Fladeo I, apodado "El Enclenque", debido a su delicada salud y la excesiva delgadez similar a la de un fideo, decían las "sucias lenguas" de esparto que se debía a un gen heredado de su egregio linaje, que gozó de un gran reconocimiento y poder incalculable, aunque en honor a la verdad, dicho origen estaba rodeado de posesión y venganza.

Contaban también las leyendas que Fladeo I, nunca había conocido doncella capaz de desposarle para fundar un sólido reinado, a causa de su pérfido genio y las ordinarias costumbres de las que hacía gala también en público, como eructar después de sus copiosos banquetes, pues aunque devoraba los alimentos en pocos segundos, su cuerpo no detectaba semejante cantidad de ingesta y continuaba estando delgado. También escupía todo el tiempo, lanzando a las paredes ingentes toneladas de saliva y otras sustancias más viscosas, por lo que sus ayudantes o súbditos debía taparse el rostro o esquivar hábilmente aquellos "ataques" fortuitos. Aunque llegado el caso y la necesidad, tampoco le incomodaba ventosear en público, lo que le había causado mas de una desagradable velada y ni hablar ya de los acuerdos que trataba en otras ocasiones con otros reyes o reinas que habían sido testigos de semejantes despropósitos durante su audiencia con el rey.

Más en un frío invierno, acertó a pasar por allí un anciano hechicero que vio a lo lejos aquel castillo y no dudó en ofrecer sus poderes al monarca a cambio de llevarse a la boca algunos manjares con los que aliviar su desfallecimiento, tras largas jornadas de camino en su negro rocín "Desafiante". Cuando estuvo a las puertas de la fortaleza convenció a los guardias que la custodiaban para hablar con el rey, no tuvo más que lanzar al aire unas diminutas piedras que había recogido por el camino y luego entregárselas convertidas en onzas de oro, lo que desconocían ellos es que también había pronunciado en voz baja unas extrañas palabras haciendo un determinado gesto con las manos. 

"El Enclenque" pensó que si recibía al mago era una señal inequívoca de suerte, pues le podría exigir lo que quisiera y si no se lo concedía, ordenaría empalarle como solía hacer con sus condenados enemigos. Mandó a sus fieles criados que lo alojaran en la mejor alcoba y le dieran exquisitas viandas y cualquier otro capricho que solicitase también debían otorgárselo. 
Augurur, que así se llamaba dicho adivino, supo enseguida las mezquinas intenciones con las que Fladeo I le había acogido tan "calurosamente" en su fortaleza, por lo que también ideó otro plan con objeto de salir ileso de semejante encerrona.
Extrajo de su vieja bolsa de piel de cabra, una varita mágica de fresno y un pequeño frasco metálico, cuyo contenido esparció por el suelo de aquella sala medio en penumbra y en escasos segundos logró que se materializase su bella y coqueta abubilla transformada en una sensual doncella envuelta en una túnica casi transparente ribeteada y cubierta de fascinantes adornos con piedras preciosas en el cuello, orejas, manos y brazos, desprendía también aromas de sándalo, rosa y jazmín, por lo que su presencia solía perturbar todos los sentidos de quien la contemplaba. Escuchó atentamente todas las órdenes que su amo, el gran Augurur, le estuvo indicando antes de bajar al salón del trono, en el cual el rey impaciente ya les esperaba.

—¡Qué ven mis ojos! —profirió exaltado Fladeo I

—Su majestad, discúlpeme que no le hablara de mi querida sobrina Bellalázuli, quien me ha acompañado en este último viaje y a quien tuve la precaución de esconder en la caballeriza mientras los guardias se distrajeron cogiendo unas pequeñas dádivas que les entregué antes de que me permitieran el acceso al palacio. Comprendo que no le guste que les haya sobornado, pero tenga presente que de no hacerlo ahora no tendría el privilegio de conocer al mejor adivino en muchas leguas, el gran Augurur y por supuesto a su bellísima sobrina que causa la admiración allá donde voy —fue comentándole en un tono pausado, servil y extremadamente amable.

—¡Está bien, Augurur, no tengo ninguna objeción al respecto! ¡Me ha resultado muy alentadora su visita y naturalmente la de su maravillosa acompañante! Celebremos como se merece este encuentro tan extraordinario, pero antes quiero pedirle algo y espero que no se niegue a concedérmelo. Debe liberarme del hechizo que sufro desde la infancia y que me mantiene en esta extrema delgadez —le fue explicando en un tono ceremonial, alzando la voz al mismo tiempo que escupía sus habituales salivazos.

—¡No se preocupe, mi Señor, para eso he venido hasta aquí! Conocía sus males y he atravesado bosques, ascendido por abruptas montañas, sorteando profundas mareas, padeciendo la inclemencia del frío invierno o la oscuridad más aterradora en las colinas de Los Endemoniados que bordean este castillo, pero heme aquí majestad, hincado de rodillas ante su venerada presencia y dispuesto a sanarlo. También tengo que advertirle que necesito la colaboración de mi sobrina para que la protección contra semejante hechizo pueda surtir efecto, confío que ponga también empeño por su parte y entre los tres podamos salvarlo. ¿Entonces está su majestad...de acuerdo? —intentó irle persuadiendo con su exquisita labia, para finalizar con aquella pregunta inevitable.

El rey accedió encantado, puesto que además también intervendría aquella dama que le había impactado con su deslumbrante prestancia y aquel rítmico balanceo de caderas al andar que le había robado la razón nada más verla asomar en aquel inmenso salón.

—¡Deben yacer juntos y mantener una íntima relación de amantes o de lo contrario no podrá recuperarse del todo, mi querida majestad! —le rogó suplicante el adivino.

Fladeo I no quiso ni consultárselo a su primer ministro, de manera que aceptó encantado su súplica y ordenó a sus sirvientes que preparasen el tálamo con sumo cuidado y rodeado de adornos, perfumes, velas, manjares, licores y ropa de cama con bordados de oro y perlas...
Cumplidas al fin dichas exigencias y habiendo dispuesto el lecho real para ambos "amantes", estos desaparecieron de la vista del mago, quien rápidamente inspeccionó el entorno y supo como llegar vestido con su capa invisible hasta la alcoba donde el rey estaba ya empezando a desnudarse. Avanzando hacia él le clavó una pequeña daga envenenada que lo dejó muerto en el acto desplomándose desnudo en el suelo, luego le ordenó con su varita mágica a Bellalázuli que se asomase al balcón transformada de nuevo en una linda abubilla y que emitiera los trinos que él mismo la había enseñado antes de llegar hasta allí, cosa que ella realizó inmediatamente. Aquel canto fue transformándose poco a poco en toda una preciosa melodía, cuyo mensaje comprendieron las aves que lo iban percibiendo en su vuelo y se fueron también sumando hasta que todo el bosque se iluminó con el sol más radiante y bello que jamás habían conocido los lugareños de aquel reino. Ocurrió entonces que los sirvientes y soldados del castillo sufrieron un repentino encantamiento por parte del anciano hechicero, que los convirtió para siempre en diminutas hormigas, lo que le sirvió para salir sin dificultad alguna del castillo. 
"Desafiante" le estaba aguardando a las puertas, tras aquel poderoso silbido que lo había advertido de su presencia, ágilmente se montó de un salto en su lomo y dando brincos por las empinadas cuestas por fin llegó a las colinas de Los Endemoniados, una vez allí se bajó del rocín y ataviado con su capa invisible se aproximó hasta la caverna infernal del horripilante monstruo, quien también era víctima de otro maleficio, por el cual aquel bellísimo paraje en otro tiempo, sufría el malvado influjo de un encantamiento por los ancestros del fenecido rey Fladeo I, lo mismo que el malogrado príncipe Zafir, legítimo heredero al trono de aquellas tierras y que ahora se mostraba como una criatura espantosa e infesta a la que todos temían.

—¡Ha llegado la hora de hacer justicia y devolverte a tu original aspecto físico! —pensó en completo silencio el mago, sacando su varita mágica para realizar el conjuro capaz de restituirle su naturaleza humana. Después alzó su brazo con aquel virtuoso instrumento apuntando al cielo y pronunció una invocación en una extraña lengua, lo que ocasionó una fuerte ventisca que apagó las llamas de la caverna e hizo posible que el monstruo se desfigurase y apareciera de nuevo el príncipe Zafir, lo que le conmocionó de alegría llenándole los ojos de lágrimas. 

—¡De ahora en adelante te nombraré mi consejero y primer ministro de este reino! —expresó con vehemencia y admiración el nuevo y flamante rey de Helioland, Zafir "El Magnánimo".

Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados