DON PERFECTO Y DOÑA PERPETUA
Estrella Amaranto
junio 04, 2016
20 Comments
El cielo amaneció empedrado de grisácea humareda, algo nada apetecible para acudir a su trabajo de luthier, que durante tanto tiempo le ocupaba la mayor parte del día. Era todo un personaje muy querido y popular entre los parroquianos que le visitaban en el caso de que alguno de sus instrumentos de cuerda se les estropease. Todos le llamaban don Perfecto, que además de ser su nombre de pila también hacía alusión a su forma de ser tan autoexigente, que le mantenía en un estado de permanente insatisfacción e inseguridad, temiendo que en cualquier momento pudiera ocurrirle un imprevisto que le privara del autocontrol y que sus ficticios defectos pudieran revelarse.
Al abrir el establecimiento al público, entró la mujer del enterrador, doña Perpetua, cuyo nombre también decía mucho a su favor, debido a su grácil aspecto que le hacía parecer mucho más joven de lo que era en realidad.
Venía para entregarle una vieja y destartalada guitarra, que en noches de luna clara y cuando su tonalidad era armónica, entonaba preciosas melodías incompletas, que al bueno de su marido le hacían sollozar.
—Buenos días, doña Perpetua, déjeme que le eche un vistazo a esa obra de arte, que para mi supondrá un gran reto devolvérsela a su primitivo estado. Por cierto, luce usted hoy cual bocatto di cardinale en ayuno y penitencia, que es como ahora me siento delante de usted, más no quiero profanar el altar de su decencia y me limito a callar.
—¡No faltaba más!, mi querido don Perfecto, examíneme... ¡Cielo santo, qué estoy diciendo! Revise el instrumento las veces que haga falta y luego usted decida qué solución tiene. Lo que puedo decirle es que aprender a mi edad el solfeo no lo veo prudente, por eso siempre me dejo llevar por lo que me dicta mi conciencia, que me anima a cantar al tuntún. Tampoco es ningún disparate, porque al fin y al cabo el único que me escucha es mi marido y está más sordo que una tapia.
Al abrir el establecimiento al público, entró la mujer del enterrador, doña Perpetua, cuyo nombre también decía mucho a su favor, debido a su grácil aspecto que le hacía parecer mucho más joven de lo que era en realidad.
Venía para entregarle una vieja y destartalada guitarra, que en noches de luna clara y cuando su tonalidad era armónica, entonaba preciosas melodías incompletas, que al bueno de su marido le hacían sollozar.
—Buenos días, doña Perpetua, déjeme que le eche un vistazo a esa obra de arte, que para mi supondrá un gran reto devolvérsela a su primitivo estado. Por cierto, luce usted hoy cual bocatto di cardinale en ayuno y penitencia, que es como ahora me siento delante de usted, más no quiero profanar el altar de su decencia y me limito a callar.
—¡No faltaba más!, mi querido don Perfecto, examíneme... ¡Cielo santo, qué estoy diciendo! Revise el instrumento las veces que haga falta y luego usted decida qué solución tiene. Lo que puedo decirle es que aprender a mi edad el solfeo no lo veo prudente, por eso siempre me dejo llevar por lo que me dicta mi conciencia, que me anima a cantar al tuntún. Tampoco es ningún disparate, porque al fin y al cabo el único que me escucha es mi marido y está más sordo que una tapia.
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados