El secreto de Verónica (primera parte)
Estrella Amaranto
junio 03, 2019
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Cuadro pintado por el estadounidense Kent Robert Williams |
¡Hola! a todos los que amablemente me visitáis y a quienes soléis dejarme vuestras huellas, que tanto os agradezco! Os invito, en esta ocasión a conocer otra de mis nuevas historias, donde la imaginación y el gusto por la intriga, me ha obligado a extenderme más de lo normal, por lo que he preferido dividirla en dos partes, para que tranquilamente podáis leerla y deseo que os quedeis con un buen sabor de boca, para continuar leyendo su segunda y última parte que publicaré próximamente.
Desorientado y aturdido, todavía necesitó algunos minutos para darse cuenta de cómo su vida iba a cambiar radicalmente a partir de ese instante, donde su mente, como en un remolino se sentía atrapada. Sus pensamientos incapaces de acallarse, le atormentaban cada vez más reviviendo la situación, evocando la contundencia de cuánto le había escupido a la cara, algo que jamás pudo esperar de ella.
—Hasta aquí hemos compartido cinco años, dos de convivencia y el resto de acá para allá, ya me entiendes. ¡Cuántas veces me amenazaste con que te ibas, pero nunca lo hiciste! Y lo peor de todo fue que siempre te creí, me sobraba inocencia y me faltaba malicia. Tanto me acostumbré a tus chantajes emocionales, que hasta perdí el norte de mis pensamientos o mejor dicho de mí misma, incapaz de sobreponerme a tu pérdida y de eso tú bien te aprovechaste —fueron sus últimas palabras antes de pedirle que le devolviese el anillo y la llave del piso.
Incapaz de asumir la derrota permanecía imbuido en su incredulidad, sumergiéndose en el apacible remanso de un cielo protector donde olvidarse de todo lo acontecido.
Sin embargo, a medida que transcurrían los meses con sus noches en blanco y sus días en pena, se percibía a sí mismo todo un extraño, una especie de sonámbulo incapaz de asumir la realidad, de acabar viendo desaparecer tantas esperanzas, como pompas de jabón. Con aquel amargo regusto de la saliva seca entre los dientes, flaqueándole las rodillas y descubriendo en la imagen reflejada en el espejo a un hombre derrotado por la amargura, expresada a través de las arrugas en la comisura de sus labios y de sus ojos, colgándole los pómulos hacia abajo y la mirada inexpresiva.
—Me ha jodido la vida y no quiero que se salga con la suya. Lo dejé todo por ella, aunque nunca asumí que lo hacía porque al fin y al cabo tampoco estaba satisfecho con cuánto me aportaba continuar sobreviviendo de aquella manera y dentro de aquel reducto que tu conoces. Si, necesito sobreponerme al dolor enquistado entre mis venas.
—¿Y qué tienes en tu mente para compersarlo? —escuchó la voz familiar al otro lado del auricular.
—No lo sé, quizás darle celos o algún motivo que la deje fuera de juego —respondió Gustavo a su hermano.
—Se me ocurre que la puedes invitar a la despedida de año y de paso convida también a su último ligue para convencerla. Ya verás como funciona el plan. ¡Hazme caso, nunca me equivoco!
Hacía tiempo que habían roto el contacto, por lo que la conversación al teléfono fue de lo más escueta, aunque quedaron para ese encuentro.
Cuando Vero llegó a la cafetería, el resto de acompañantes la estaban esperando distendidamente. Fueron saludándose con besos de compromiso, para luego pedir al camarero las consumiciones.
—¡Brindemos por el nuevo año! —comenzó Gustavo diciendo al resto del grupo y sin dejar de mirarla con la copa de vino en alto.
A medida que se sumaban las horas, también aumentaba el ritmo de los brindis, hasta convertirse en un incesante carrusel de agotadores disimulos y reproches, de insinuaciones y desprecios, de una oscura puesta en escena que finalmente desembocó en una gran borrachera y el cabreo general reflectado en el rostro de su hermano, quien le pedía ayuda al convidado, más bien cándido «objeto» de ocasión e inconsciencia personificada a la hora de descifrar semejante artimaña. Debían llevarle entre los dos al lavabo para tratar de neutralizar su terrible cogorza. En mitad de lejanas náuseas y vómitos, Vero desapareció del local.
Pasaron meses con algún que otro intento de sorprenderla o mejor provocarla con absurdos motivos de celos, aunque lo cierto era que cada vez la zanja que los separaba iba profundizando el desprecio por ambas partes. Hasta que se produjo un inesperado acontecimiento, con el que Gustavo probó otra nueva estrategia.
—¡Hola, Vero! soy Alonso, tu último flirteo y me he enterado que ha fallecido tu padre, de modo que quería darte el pésame —le expresó en un tono conciliador y cariñoso.
—¡Claro! Gracias por el detalle, pero dime ¿quién te ha avisado?, seguramente Gustavo ¿verdad? Dile que me olvide de una vez por todas y tú, Alonso olvídame también. No es momento de retomar el contacto y procura despabilarte. ¿De acuerdo? —le acabó espetando sin contemplaciones.
De aquella llamada pasaron demasiados acontecimientos en la vida de Vero, para que fácilmente olvidase el nombre y el rostro de su obstinado ex. Conoció a alguien capaz de removerle hasta los cimientos, donde guardaba con sumo cuidado el frágil recipiente de sus sentimientos más íntimos, que tras su anterior experiencia con Gustavo, lo selló con fuertes medidas de seguridad. Su natural amiga «Soledad» tuvo que hacerle un hueco a esta desconocida que sin esperarla ni buscarla, apareció como un prodigio divino, una especie de ángel risueño dispuesto a hacerla, por vez primera, después de tantos desengaños, la mujer más dichosa de la tierra. Lo cual lo logró con creces en escasos días.
Así, nuestra principal protagonista tuvo ocasión de mantener otra nueva relación amorosa fuera de lo convencional, de quien sin pensar en el sexo o algo parecido, había experimentado una atracción arrolladora, que le abría la mente a una diferente forma de entender los sentimientos, dejando a un lado los escrúpulos establecidos según los intereses políticos, religiosos o de cualquier otra índole coercitiva.
Continuará...