El diario (primera parte)
Estrella Amaranto
diciembre 09, 2019
30 Comments
¡Hola a todos los que habéis comentado y a quienes aún no lo habéis hecho! me gustaría deciros que este relato ha sido modificado después de tres interesantes comentarios realizados por I.Harolina, Chelo y Mirella. Muchas gracias compañeras por vuestra colaboración desinteresada.
También en vista del interés suscitado os comunico que intentaré continuar esta historia. ¡Nos leemos!
Apenas empezaba a clarear, Silas se desperezó parsimonioso, lento como el caracol trepando hacia arriba en busca del cálido saludo del sol, entreabriendo sus frágiles pupilas deslumbradas de asombro. Aquel amanecer acompañado por el tabaleo de las gotas de lluvia rebotando en los cristales, le transportó a otro paisaje, a otro tiempo... Sentado al borde de la cama, bostezó apático y buscó debajo sus zapatillas.
Algo se agitaba en su cabeza, escasamente complejo, tal vez un ovillo todavía sin desenredar, anclado en un pasado lejano velado de ausencias y olvidos. Aún seguía lloviendo, como la noche anterior. Notaba cierto desconcierto en su espíritu de explorador inquieto, de niño que guarda la esperanza bajo el brazo apretándola hasta la extenuación, a punto de escalar nuevas tapias, libre en su vuelo de aprendiz alado.
La tormenta no se hizo esperar y con ella la pesadilla regresó a oscuras. Aquel año marcaría un antes y un después en la hoja de su calendario. Nada iba bien desde que la tristeza, tras el verano, decidió quedarse de inquilina en su cama, alojarse como una desalmada advenediza zarandeándole por cualquier motivo que evocase la ausencia que tanto le había costado enterrar.
Le parecía mentira que de inmediato, sin contemplaciones ni conmiseración, se le hubiera juntado el cielo con la tierra, y esta a su vez, terminara hundida en el infierno. Ya ni siquiera la echaría de menos, ¿para qué le serviría tal esfuerzo?...
Su primera relación con Emma le había mantenido herméticamente dentro de una burbuja capaz de hacerle flotar en una atmósfera en la que sus pensamientos construían pajaritas de papel rosado con las que ataviaba su inconsciencia, llevado por el anhelo con el que atraía el riesgo de pasar demasiado rápido las incipientes páginas de su juventud, al estilo de un colegial estrenando su uniforme y deslumbrado por el decorado donde lucirlo. Fue así como se casó con ella, una mujer totalmente enigmática y a quien con soberana estulticia subestimó, pues claramente su inmadurez le hacía imposible establecer un puente de intercambio que le permitiese ampliar su frágil microcosmos en permanente tránsito de emociones e ideas por desarrollar.
Tempranamente se quedó viudo, lo que le indujo a tratar de establecer otra nueva relación con una joven mucho más acorde con sus intereses y enfoque de la vida. Alguien que logró romper el muro que se había construido a modo de defensa contra un entorno hostil, donde se veía a si mismo tal que codiciado manjar de una sabandija que lo despreciaba. Ella, Zoila, pintó de nuevo sus pupilas azuladas de un brillo incandescente o de esa chispa que lo impregna todo de esperanza, como un carrusel de feria repleto de risas infantiles girando a la velocidad de la luz, en medio de una multitud autómata.
Ahora todo era un mausoleo en penumbra, donde incontables recuerdos vagaban por la casa: sus llamadas, los viajes, la vida reclamando pequeños gestos, grandes sonrisas... acabaron por difuminarse en un inmisericorde lienzo existencial que lo había estrangulado como un grano molesto, arrancándole de cuajo sin contemplación.
Cansado de observar aquellas hojas amarillas agonizando entre las frías baldosas de su soledad, se dejó llevar hasta la cocina en pijama y con barba descuidada, apurando el primer cigarrillo de la mañana. Sus tripas reclamaban la taza de café caliente y unas tostadas de mermelada con mantequilla. Entonces la vió sentada observándole en silencio, enfundada en su jersey de nieve blanca, siguiendo con su iris de esperanza todos sus movimientos a fin de no perderse nada, descifrando antesalas vacías que nunca se atrevía a mostrarle. Rincones con telarañas que él intentaba disimular con torpeza, pero que ella iba adecentando con paciencia y bondad. Omnipresente visión, que le acompañaba desde el infausto accidente, cuando al conducir y en un descuido derrapó en una curva cerrada, abalanzándose sobre la mediana para dar tres vueltas de campana. ¡Cómo fue posible que una mirada de atención a un simple teléfono le hubiera cercenado el alma con tanta saña! ¡Si no hubiese estado pendiente del estúpido destello de su pantalla! ¿Por qué no fue él quien pagó tamaña insensatez?...
En un rincón del pasillo permanecía recubierta de polvo su bicicleta con la que correteaba por el monte a sus anchas, trepando cuestas y adentrándose por sinuosos caminos que avanzaban a través de sendas hasta lo más profundo de su interior, animada por su abnegado espíritu de superación. Algo que Silas le envidiaba, pero que Zoila conseguía convencerle de que asimismo él lo lograría. Sin embargo, era evidente que sus ilusiones también se habían fugado con ella al sueño eterno. De momento, cuando observaba su reflejo en el cristal no sabía quien era ni tampoco le importaba qué podía hacer ahora con su vida, porque la anterior, la de los incontables mimos y pausada cotidianidad estaba desbaratada por completo.
Miró con desdén la puerta del desván y se atrevió a descerrajar el oxidado cierre, tal vez debía haberlo hecho al poco del fallecimiento, pero nunca era tarde si encontraba el diario de Zoila. ¡Cómo era posible que no se decidiera antes! Quizás el miedo a descubrir secretos que le pudieran hundir todavía más en su desgracia. Ella siempre se había mostrado reacia a leérselo, prefería que él no se adentrara en aquellas arenas movedizas que podían devorarle, así le solía responder si él se mostraba curioso, por lo que optó por dejarla tranquila y dueña de su parcela íntima.
No obstante, había llegado ya el momento de averiguar qué misterio encerraba aquel diario, aunque primero tenía que encontrarlo.
Era temprano y disponía de luz natural durante bastantes horas para ir trasteando de un sitio a otro tantos cacharros inútiles y deteriorados. En un rincón yacía una vieja maleta junto a una mecedora que cojeaba al menor movimiento, un viejo baúl repleto de libros y cuentos, con cuadernos de dibujo y hojas sueltas pintarrajeadas. También había un armario con los cajones sueltos, casi a punto de caerse atestado de telarañas. Cajas de frutas repletas de juguetes pasados de moda, lámparas sin bombillas arrinconadas por el suelo, una máquina de coser Singer con su tapa de madera maciza, teléfonos con rueda de marcador, espejos deslucidos o picados... Infinidad de antiguallas esparcidas a su alrededor y de las que se pudo desembarazar a medida que iba desplazándolas de lugar.
La tormenta se volvió a desatar con tanta furia que los relámpagos deslumbraban con sus rayos hasta los más mínimos recovecos del cuartucho, que por fin dejaron asomar las tapas del diario de Emma... ¿Cómo? pero, si nunca supo de semejante cuaderno, ¿por qué justo ahora tenía que aparecer? ¿qué significado guardaba?... De forma incomprensible, allí había permanecido resguardado debajo de una mesa de escritorio frente a la ventana abuhardillada algo maltrecho, con una cubierta acharolada en tono púrpura y extraños símbolos coronados por tres plumas de plata, aquel pequeño librito se mostraba dócil y dispuesto a contarle sus secretos.
Al abrirlo solo encontró un párrafo legible: «Pronto habré partido, aunque no lo creas siempre supe que te dejaría antes que tú a mí, por eso no quería que leyeras mi diario ni las hojas, que de momento aún, permanecen invisibles hasta que alcances cierta madurez que te permita comprender su significado oculto. Recuerda que somos aquello que pensamos, no desprecies lo que te trajo a esta existencia, destruye tu desesperanza y pronto conocerás a la persona adecuada sin ir tú a su encuentro. Nunca dudes del poder que existe dentro de ti. Sé que lo conseguirás. Te amo».
Desconcertado y sin saber qué pensar, Silas se secó las lágrimas y se colocó frente a un espejo, lo que vió tras su espalda le dejó paralizado.
Algo se agitaba en su cabeza, escasamente complejo, tal vez un ovillo todavía sin desenredar, anclado en un pasado lejano velado de ausencias y olvidos. Aún seguía lloviendo, como la noche anterior. Notaba cierto desconcierto en su espíritu de explorador inquieto, de niño que guarda la esperanza bajo el brazo apretándola hasta la extenuación, a punto de escalar nuevas tapias, libre en su vuelo de aprendiz alado.
La tormenta no se hizo esperar y con ella la pesadilla regresó a oscuras. Aquel año marcaría un antes y un después en la hoja de su calendario. Nada iba bien desde que la tristeza, tras el verano, decidió quedarse de inquilina en su cama, alojarse como una desalmada advenediza zarandeándole por cualquier motivo que evocase la ausencia que tanto le había costado enterrar.
Le parecía mentira que de inmediato, sin contemplaciones ni conmiseración, se le hubiera juntado el cielo con la tierra, y esta a su vez, terminara hundida en el infierno. Ya ni siquiera la echaría de menos, ¿para qué le serviría tal esfuerzo?...
Su primera relación con Emma le había mantenido herméticamente dentro de una burbuja capaz de hacerle flotar en una atmósfera en la que sus pensamientos construían pajaritas de papel rosado con las que ataviaba su inconsciencia, llevado por el anhelo con el que atraía el riesgo de pasar demasiado rápido las incipientes páginas de su juventud, al estilo de un colegial estrenando su uniforme y deslumbrado por el decorado donde lucirlo. Fue así como se casó con ella, una mujer totalmente enigmática y a quien con soberana estulticia subestimó, pues claramente su inmadurez le hacía imposible establecer un puente de intercambio que le permitiese ampliar su frágil microcosmos en permanente tránsito de emociones e ideas por desarrollar.
Tempranamente se quedó viudo, lo que le indujo a tratar de establecer otra nueva relación con una joven mucho más acorde con sus intereses y enfoque de la vida. Alguien que logró romper el muro que se había construido a modo de defensa contra un entorno hostil, donde se veía a si mismo tal que codiciado manjar de una sabandija que lo despreciaba. Ella, Zoila, pintó de nuevo sus pupilas azuladas de un brillo incandescente o de esa chispa que lo impregna todo de esperanza, como un carrusel de feria repleto de risas infantiles girando a la velocidad de la luz, en medio de una multitud autómata.
Ahora todo era un mausoleo en penumbra, donde incontables recuerdos vagaban por la casa: sus llamadas, los viajes, la vida reclamando pequeños gestos, grandes sonrisas... acabaron por difuminarse en un inmisericorde lienzo existencial que lo había estrangulado como un grano molesto, arrancándole de cuajo sin contemplación.
Cansado de observar aquellas hojas amarillas agonizando entre las frías baldosas de su soledad, se dejó llevar hasta la cocina en pijama y con barba descuidada, apurando el primer cigarrillo de la mañana. Sus tripas reclamaban la taza de café caliente y unas tostadas de mermelada con mantequilla. Entonces la vió sentada observándole en silencio, enfundada en su jersey de nieve blanca, siguiendo con su iris de esperanza todos sus movimientos a fin de no perderse nada, descifrando antesalas vacías que nunca se atrevía a mostrarle. Rincones con telarañas que él intentaba disimular con torpeza, pero que ella iba adecentando con paciencia y bondad. Omnipresente visión, que le acompañaba desde el infausto accidente, cuando al conducir y en un descuido derrapó en una curva cerrada, abalanzándose sobre la mediana para dar tres vueltas de campana. ¡Cómo fue posible que una mirada de atención a un simple teléfono le hubiera cercenado el alma con tanta saña! ¡Si no hubiese estado pendiente del estúpido destello de su pantalla! ¿Por qué no fue él quien pagó tamaña insensatez?...
En un rincón del pasillo permanecía recubierta de polvo su bicicleta con la que correteaba por el monte a sus anchas, trepando cuestas y adentrándose por sinuosos caminos que avanzaban a través de sendas hasta lo más profundo de su interior, animada por su abnegado espíritu de superación. Algo que Silas le envidiaba, pero que Zoila conseguía convencerle de que asimismo él lo lograría. Sin embargo, era evidente que sus ilusiones también se habían fugado con ella al sueño eterno. De momento, cuando observaba su reflejo en el cristal no sabía quien era ni tampoco le importaba qué podía hacer ahora con su vida, porque la anterior, la de los incontables mimos y pausada cotidianidad estaba desbaratada por completo.
Miró con desdén la puerta del desván y se atrevió a descerrajar el oxidado cierre, tal vez debía haberlo hecho al poco del fallecimiento, pero nunca era tarde si encontraba el diario de Zoila. ¡Cómo era posible que no se decidiera antes! Quizás el miedo a descubrir secretos que le pudieran hundir todavía más en su desgracia. Ella siempre se había mostrado reacia a leérselo, prefería que él no se adentrara en aquellas arenas movedizas que podían devorarle, así le solía responder si él se mostraba curioso, por lo que optó por dejarla tranquila y dueña de su parcela íntima.
No obstante, había llegado ya el momento de averiguar qué misterio encerraba aquel diario, aunque primero tenía que encontrarlo.
Era temprano y disponía de luz natural durante bastantes horas para ir trasteando de un sitio a otro tantos cacharros inútiles y deteriorados. En un rincón yacía una vieja maleta junto a una mecedora que cojeaba al menor movimiento, un viejo baúl repleto de libros y cuentos, con cuadernos de dibujo y hojas sueltas pintarrajeadas. También había un armario con los cajones sueltos, casi a punto de caerse atestado de telarañas. Cajas de frutas repletas de juguetes pasados de moda, lámparas sin bombillas arrinconadas por el suelo, una máquina de coser Singer con su tapa de madera maciza, teléfonos con rueda de marcador, espejos deslucidos o picados... Infinidad de antiguallas esparcidas a su alrededor y de las que se pudo desembarazar a medida que iba desplazándolas de lugar.
La tormenta se volvió a desatar con tanta furia que los relámpagos deslumbraban con sus rayos hasta los más mínimos recovecos del cuartucho, que por fin dejaron asomar las tapas del diario de Emma... ¿Cómo? pero, si nunca supo de semejante cuaderno, ¿por qué justo ahora tenía que aparecer? ¿qué significado guardaba?... De forma incomprensible, allí había permanecido resguardado debajo de una mesa de escritorio frente a la ventana abuhardillada algo maltrecho, con una cubierta acharolada en tono púrpura y extraños símbolos coronados por tres plumas de plata, aquel pequeño librito se mostraba dócil y dispuesto a contarle sus secretos.
Al abrirlo solo encontró un párrafo legible: «Pronto habré partido, aunque no lo creas siempre supe que te dejaría antes que tú a mí, por eso no quería que leyeras mi diario ni las hojas, que de momento aún, permanecen invisibles hasta que alcances cierta madurez que te permita comprender su significado oculto. Recuerda que somos aquello que pensamos, no desprecies lo que te trajo a esta existencia, destruye tu desesperanza y pronto conocerás a la persona adecuada sin ir tú a su encuentro. Nunca dudes del poder que existe dentro de ti. Sé que lo conseguirás. Te amo».
Desconcertado y sin saber qué pensar, Silas se secó las lágrimas y se colocó frente a un espejo, lo que vió tras su espalda le dejó paralizado.
Continuará la próxima semana.