La fábrica de pasteles artesanos
Estrella Amaranto
enero 08, 2020
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¡Hola a todos!
Espero que las pasadas fiestas os hayan servido para desconectaros unos días de esta actividad bloguera a la que estamos acostumbrados y permitiros cambiar el chip con otro tipo de actividades y naturalmente regresar con nuevos proyectos para este año 2020 que ya hemos inaugurado, ¡ojalá que esta vez se hagan realidad o al menos la mayoría!
Bueno, en mi caso el descanso no ha sido completo, ya que estas fiestas no suelo celebrarlas siguiendo las pautas comerciales o incluso tradicionales, más bien aprovecho para rodearme de esas escasas personas que ya no me caben en los dedos de una mano y disfrutar el instante como si fuera la última oportunidad.
Centrándome en el relato que os voy a compartir esta vez, quisiera comentaros que se trata de mi primera participación en la web "Café Literautas", para el 2º Reto de escritura creativa. Diciembre 2019, de 750 palabras máximo y en esta ocasión las palabras obligatorias eran: viento, caracol y bebé. Siendo válido escribirlas tanto en singular como en plural.
El reto opcional, que como bien indica su nombre, se puede aceptar o no, es que todo el relato se desarrolle en una fábrica de pasteles artesanos.
Bien, pues mi opción fue precisamente aceptar esta sugerencia y desarrollar mi historia en una fábrica de pasteles artesanos, de ahí que eligiera este título.
Otro detalle importante, es la reedición que he hecho del texto inicial con el que participé antes de Navidad, pues gracias a las opiniones y advertencias de los atentos compañeros que participamos en este reto, comprendí la necesidad de corregirlo y volverlo a publicar.
Sin otro particular, os invito a su lectura y opinión al respecto.
Muchas gracias a los compis de "Café Literautas" y a vosotros por dejarme vuestra valiosa huella.
La fábrica de pasteles artesanos
Sin embargo, murió consternado por el sufrimiento que le produjo el rechazo de su hijo a continuar con la tradición familiar. Sus esfuerzos por mantener a flote la prestigiosa calidad de sus creaciones, lo mismo que la leyenda que sus ancestros se encargaron de instaurar a lo largo de más de un siglo, se desintegraron como una enorme pompa de jabón al calentarse.
Miguel, el hijo del finado, prefirió vender el negocio y con las ganancias obtenidas montar una fábrica, donde mi azucarada familia de pasteles artesanos alcanzó un espléndido renombre, con el que ni siquiera habíamos soñado y nosotros sus fieles productos se lo agradecíamos sacrificando nuestras vidas en pro de la calidad y el prestigio de la factoría.
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Continuaré mi historia trasladándome al presente, pues quiero invitarte a descubrir la cotidianidad de nuestra jornada laboral en manos de los empleados que nos amasan, hornean, trocean y hacen de nosotros deliciosas elaboraciones de la repostería.
Cada mañana, una vez engrasadas las máquinas, los trabajadores mezclan nuestros ingredientes siguiendo un diligente proceso de elaboración, tratando en lo posible de emular las recetas que preparaban sus abuelas, incorporándoles modernas fórmulas, generalmente atractivas para los paladares más exigentes.
Finalizada la actividad suelen dejarnos a solas encima de enormes bandejas metálicas, porque acabamos padeciendo un síndrome de fiebre alta, lo cual tienen en cuenta los empleados de la fábrica dejándonos enfriar, pero te confieso que a mi familia le ha costado sudor y lágrimas inmunizarse de esos insistentes cambios de temperatura.
Pensarás que todo es demasiado idílico para ser verdad y no te equivocas, puesto que omití contarte el maremoto que asoló nuestro arrecife de la tranquilidad, hace unos meses, con la visita de un grupo de escolares.
El fuerte portazo de los postigos de las ventanas seguido de una algarabía infantil, fue el presagio de la tragedia que estaba por llegar...
Un niño pecoso y mofletudo de cabello cobrizo se nos aproximó, tenía las pupilas chispeantes, su mirada irradiaba luz y una alegría exagerada, por lo que nada más pegar su nariz en nuestras frágiles cabezas, nos sentimos presos del pánico.
Levantándonos con sus manitas en el aire nos lanzó disparados hasta el rostro paliducho de otro crío enclenque y tímido, al que le llamó "nenaza". Este, a su vez, comenzó a llorar desconsoladamente y un grupo de niños repitió la misma hazaña soltándonos a merced del viento, para acabar estrellándonos en distintas caritas infantiles o aterrizando contra las baldosas del suelo, a donde fue también a parar nuestro propio regimiento de defensa, así pues el encuentro escolar se transformó en una desgraciada carnicería con centenares de víctimas esparcidas por aquel improvisado campo de batalla, dejando un reguero de muertos, que ni siquiera pudieron recibir un honroso funeral.
Quizás te cueste imaginarlo, pero te aseguro que sucedió tan rápido, que ni yo mismo, que me parapeté detrás de una batidora, daba crédito a lo ocurrido.
Una de las madres de aquella jauría infantil, apareció por una de las puertas del habitáculo donde permanecían los niños, sosteniendo en sus brazos a su sonrosado bebé. Abriendo excesivamente la boca, les gritó: "¡Ya basta... estáos quietos de una vez!" Sus ojos parecían salirse de sus órbitas, mientras las venas del cuello se le dilataron en exceso.
Enseguida acudieron los profesores frunciendo el ceño y arqueando las cejas hasta dejarlos paralizados. Sus miradas les escudriñaban advirtiéndoles con el rostro malhumorado que todos serían sometidos a un riguroso castigo, se quedarían sin recreo durante una buena temporada.
Luego algunos trabajadores pararon la cinta transportadora por la que patinábamos cayendo en los envases que otros empleados rellenaban con nuestra suculenta presencia.
Un pequeño caracol, que casualmente había presenciado la catástrofe, se colocó debajo de la suela del perverso agitador mofletudo, pecoso y de cabello cobrizo, de tal manera que lo obligó a dar un traspié, cayendo de bruces y partiéndose varios dientes, lo que le provocó un fuerte sangrado en la boca y la risa de sus compañeros.
Cada mañana, una vez engrasadas las máquinas, los trabajadores mezclan nuestros ingredientes siguiendo un diligente proceso de elaboración, tratando en lo posible de emular las recetas que preparaban sus abuelas, incorporándoles modernas fórmulas, generalmente atractivas para los paladares más exigentes.
Finalizada la actividad suelen dejarnos a solas encima de enormes bandejas metálicas, porque acabamos padeciendo un síndrome de fiebre alta, lo cual tienen en cuenta los empleados de la fábrica dejándonos enfriar, pero te confieso que a mi familia le ha costado sudor y lágrimas inmunizarse de esos insistentes cambios de temperatura.
Pensarás que todo es demasiado idílico para ser verdad y no te equivocas, puesto que omití contarte el maremoto que asoló nuestro arrecife de la tranquilidad, hace unos meses, con la visita de un grupo de escolares.
El fuerte portazo de los postigos de las ventanas seguido de una algarabía infantil, fue el presagio de la tragedia que estaba por llegar...
Un niño pecoso y mofletudo de cabello cobrizo se nos aproximó, tenía las pupilas chispeantes, su mirada irradiaba luz y una alegría exagerada, por lo que nada más pegar su nariz en nuestras frágiles cabezas, nos sentimos presos del pánico.
Levantándonos con sus manitas en el aire nos lanzó disparados hasta el rostro paliducho de otro crío enclenque y tímido, al que le llamó "nenaza". Este, a su vez, comenzó a llorar desconsoladamente y un grupo de niños repitió la misma hazaña soltándonos a merced del viento, para acabar estrellándonos en distintas caritas infantiles o aterrizando contra las baldosas del suelo, a donde fue también a parar nuestro propio regimiento de defensa, así pues el encuentro escolar se transformó en una desgraciada carnicería con centenares de víctimas esparcidas por aquel improvisado campo de batalla, dejando un reguero de muertos, que ni siquiera pudieron recibir un honroso funeral.
Quizás te cueste imaginarlo, pero te aseguro que sucedió tan rápido, que ni yo mismo, que me parapeté detrás de una batidora, daba crédito a lo ocurrido.
Una de las madres de aquella jauría infantil, apareció por una de las puertas del habitáculo donde permanecían los niños, sosteniendo en sus brazos a su sonrosado bebé. Abriendo excesivamente la boca, les gritó: "¡Ya basta... estáos quietos de una vez!" Sus ojos parecían salirse de sus órbitas, mientras las venas del cuello se le dilataron en exceso.
Enseguida acudieron los profesores frunciendo el ceño y arqueando las cejas hasta dejarlos paralizados. Sus miradas les escudriñaban advirtiéndoles con el rostro malhumorado que todos serían sometidos a un riguroso castigo, se quedarían sin recreo durante una buena temporada.
Luego algunos trabajadores pararon la cinta transportadora por la que patinábamos cayendo en los envases que otros empleados rellenaban con nuestra suculenta presencia.
Un pequeño caracol, que casualmente había presenciado la catástrofe, se colocó debajo de la suela del perverso agitador mofletudo, pecoso y de cabello cobrizo, de tal manera que lo obligó a dar un traspié, cayendo de bruces y partiéndose varios dientes, lo que le provocó un fuerte sangrado en la boca y la risa de sus compañeros.