Preludio de un amor
Estrella Amaranto
mayo 03, 2020
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Queridos amigos y fieles seguidores:
Ayer se nos permitió salir a pasear o practicar deporte a una buena parte de la población de nuestro país, después de cerca de dos meses de encierro domiciliario.
Necesitábamos disfrutar de esta luz primaveral que nos anticipa mayo, para recuperar de algún modo, la normalidad y la libertad que nos han sido robadas por la pandemia y la ineptitud de nuestros políticos.
Es evidente, que nuestra vida social ha cambiado, puesto que será imposible borrar de nuestra memoria la muerte de tantos centenares de miles de conciudadanos y la hospitalización de otra buena parte de la población, ya que está más que demostrado por si alguien dudaba de ello, que para nuestros dirigentes políticos el estado está por encima de la vida de las personas.
Existe también gran preocupación dentro del sector económico debido a las pérdidas a corto y medio plazo y el enorme esfuerzo dentro del gasto público que está soportando reforzar la sanidad pública; lo que supone el evitar un derrumbe total de la ya debilitada economía española.
Os dejo con estas reflexiones y deseo de corazón que no retrocedamos en todo lo que nos costó conseguir con tantos años de esfuerzo, ni tampoco os dejéis llevar por el desánimo y el alarmismo.
Muchas gracias a todos y poco a poco nos vamos leyendo.
El lugar elegido para mi desplazamiento marítimo era una isla de un archipiélago volcánico del Pacífico central, afamada por sus danza Hula originaria del pueblo polinesio que llegó a sus costas, como ahora yo también arribaba al mismo destino mediante un crucero del Atlántico al Pacífico por el canal de Panamá.
Anhelaba conocer aquellas ancestrales danzas, que según me habían contado se acompañaban con cantos e instrumentos de percusión, siendo un gran espectáculo artístico.
Estaba impaciente por conocer mundo y regresar a casa después de vivir aventuras que me hicieran madurar...
Observé un plano situado a la salida del embarcadero, pensando que no estaría mal consultarlo para adentrarme con más pericia en la jungla que separaba la costa del centro del pueblo. No paré de andar por aquellos vericuetos de hojarasca y sendas frondosas a ambos lados de un lago navegable. Por fortuna, fui topándome con algún que otro cartel indicador del pueblo más cercano que podía visitar.
Con la mochila roja a cuestas, la cámara de fotos y los auriculares para escuchar mi música favorita, caminaba despacio mientras ascendía por una pendiente que me permitía ir disfrutando de las vistas y sacar muchas fotos del majestuoso paisaje.
La temperatura era agradable, pero la humedad contribuía a sofocarme ante cualquier esfuerzo. El frenesí ante la revelación de lo desconocido zarandeaba mi corazón, que simulaba una bomba de relojería a punto de hacerme volar por los aires.
El grupo de bailarines nativo que iba a conocer, mantenía ancestrales tradiciones como aquella danza tribal, majestuosa y lasciva que despertaba la curiosidad de oleadas de turistas, entre los que me encontraba.
Deambulé entre las cabañas de barro con paja secada al sol, bajo un cielo nacarado, hasta que alguien me avisó del comienzo de la danza autóctona.
Tras un intervalo de silencio, escuché el clamor de unos tambores, anunciando la aparición de una hermosa fémina ataviada con una especie de falda con hojas y flores de hibisco. Sus senos estaban cubiertos con medios cocos pintados de negro y sujetos al cuello con unas finas ramas trenzadas. Sobre la cabeza tenía una corona floreada y hojas verdes acentuando su belleza. La gracia de sus movimientos acabó atrapándome extrañamente.
Después, un grupo de seis danzarinas engalanadas de indumentaria tradicional bailaron al ritmo de instrumentos de viento hechos con cañas huecas de bambú y tambores de pieles de animales.
Mi pensamiento, como un rayo fugaz, no cesaba de evocar a la primera bailarina, que felizmente tornó a aparecer, bamboleándose de una forma aún más atractiva, lo que me despertó un interés especial por conversar con ella cuando finalizase su intervención.
—¡Me ha encantado verte bailar! —la abordé aturdido, en un idioma con el que pude hacerme entender, al aproximarme para felicitarla.
—No te esfuerces, entiendo tu idioma —me contestó mirando unos apuntes que llevaba en la mano—, lo suficiente para adivinar tu procedencia española.
—¡Qué sorpresa! ¿Cómo aprendiste mi lengua?
—Tengo unos familiares que residieron en España y acabaron aprendiéndolo. Después les pedí que me lo enseñaran.
Creyéndome el dueño del boleto premiado, me ofrecí para seguir ayudándola a perfeccionar el idioma e intercambiarnos información sobre nuestros países.
Escabulléndonos en la orilla de un arroyo a las afueras del pueblo, acondicionado como si fuera una playa, continuamos charlando hasta el atardecer. Instante en que me invitó a albergarme en una choza deshabitada próxima a la suya para seguir hablando al otro día.
Cuando amaneció, me incorporé en la cama frotándome los ojos al escuchar el ruido de unos pies descalzos accediendo a mi cabaña. Seguidamente una voz femenina me abordó.
—Te llevaré hasta un sitio de nuestra isla que muy pocos conocen —me bisbiseó al oído, tirándome a la vez de un brazo.
—¡Espera que me vista! —contesté entusiasmado por su presencia—. ¡Todavía no me he aseado!
—No hace falta que te peines ni te laves. Donde vamos hay mucha agua.
Descendimos unas escaleras donde nos esperaba una canoa de dos plazas a la que subimos, perdiéndonos río arriba.
A unos setecientos metros contemplamos una cascada. Era el paraje que mi adorable acompañante quería mostrarme. Pasamos el día charlando, bañándonos, danzando ella y disfrutando yo de su compañía, hasta el extremo de que mientras lavaba unas frutas fui corriendo hacia ella para darle un empujoncito hasta lanzarla al agua y sacarla después en brazos. Ella presionó mi pecho contra el suyo, regalándome un beso en los labios.
—Sé que te gusto y tú a mí también. Quiero regalarte mi amuleto de la esperanza. Así, colgado en tu cuello te recordará nuestro pacto de amor —me habló con suma dulzura acariciándome la cara.
—¡Conocerte, ha sido lo más bello que me ha pasado en la vida! —le contesté fascinado por su encanto natural.
Sentía un insaciable apetito y una pasión voraz que me abrasaba por dentro. Volví de nuevo a besarla recorriendo con mis manos su delicado cuerpo, envuelto en un torbellino de emociones que hasta entonces ignoraba, lo que me acució a realizar cosas que jamás me había atrevido a hacer, como pedirla que tomara en sus manos mi órgano erecto y lo introdujera en su vagina.
Movió las caderas acomodándose a mis deseos, mientras sus pezones se le iban endureciendo lo que avivaba el fuego que nos fue manteniendo ahogados en intensos gemidos entrelazando nuestras lenguas y estallando nuestra pasión como sensuales volcanes en erupción.
El juego se prolongó durante varios minutos hasta separarnos de golpe para recuperar el aliento, mientras empezaba a disolverse el brillo solar y decidimos retornar a la canoa, pero esta vez ya íbamos tomados de la mano, sin dejar de mirarnos a los ojos como dos enamorados.
—¡Que no se entere mi padre o me mata! —balbuceó a mi oído mi atractiva bailarina y siguió hablando.
—Debía de haber acudido hace más de tres horas al espectáculo de danza que hoy también se celebraba. ¡Corre, vámonos allí!
El anciano, que nos había visto llegar desde lejos, salió de aquel improvisado teatro de danza con un garrote en la mano y un cuchillo en la otra, gritando desaforado en su lengua nativa. Al poco su hija junto al resto de los bailarines se abalanzaron sobre su padre intentando apartarlo de mí.
Observando que el padre no estaba solo, al ver que familiares y amigos venían en su ayuda, decidí escaparme a toda prisa hacia la cabaña donde dormí. Ya de madrugada cogí mi mochila roja con todas mis pertenencias dentro y me fui de allí temiendo ser descubierto.
Crucé al otro lado del puente para no ser visto por mis perseguidores. No era prudente regresar andando hasta el pueblo donde había desembarcado, por lo que alquilé una canoa muy ligera y remando río abajo salí a toda prisa.
Como no estaba muy seguro de si mis perseguidores sabrían o no dar con mis huesos, después de cavilar a lo largo del recorrido, se me ocurrió esconderme en una choza que estaba situada cerca de un acantilado de difícil acceso. Esperé hasta que se hizo de noche y colocándome un sombrero que tenía en la mochila me fui bordeando un sendero paralelo al río que me dejaba en la entrada del pueblo.
Caminando hasta la estación de autobuses, tomé el primer autocar para el aeropuerto.
Al instante de ocupar mi plaza en el avión sujeté el amuleto con mis manos y mirando por la ventanilla un escalofrío me recorrió la espalda.
Con el transcurso de los años comprendí que aquella aventura fue el preludio de un amor, imposible de olvidar.
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados
Ayer se nos permitió salir a pasear o practicar deporte a una buena parte de la población de nuestro país, después de cerca de dos meses de encierro domiciliario.
Necesitábamos disfrutar de esta luz primaveral que nos anticipa mayo, para recuperar de algún modo, la normalidad y la libertad que nos han sido robadas por la pandemia y la ineptitud de nuestros políticos.
Es evidente, que nuestra vida social ha cambiado, puesto que será imposible borrar de nuestra memoria la muerte de tantos centenares de miles de conciudadanos y la hospitalización de otra buena parte de la población, ya que está más que demostrado por si alguien dudaba de ello, que para nuestros dirigentes políticos el estado está por encima de la vida de las personas.
Existe también gran preocupación dentro del sector económico debido a las pérdidas a corto y medio plazo y el enorme esfuerzo dentro del gasto público que está soportando reforzar la sanidad pública; lo que supone el evitar un derrumbe total de la ya debilitada economía española.
Os dejo con estas reflexiones y deseo de corazón que no retrocedamos en todo lo que nos costó conseguir con tantos años de esfuerzo, ni tampoco os dejéis llevar por el desánimo y el alarmismo.
Muchas gracias a todos y poco a poco nos vamos leyendo.
A continuación os comparto mi relato, con el que participé en la convocatoria del Taller de Escritura Creativa "Café Literautas" en el Reto de escritura creativa #6 Abril 2020 - Sé Creativo con esperanza (19.-El mejor regalo de mi vida (B) - Amaranto - (R), pero que como podéis comprobar, lo he cambiado de título y extensión a la hora de publicarlo aquí en el blog, pues este tipo de concursos con limitación de palabras, en este caso 750 máximo, no me facilitan disponer de suficiente margen de palabras como para desarrollar con más coherencia y riqueza expresiva el relato completo. También doy las gracias a los compañeros de «Café Literautas», especialmente a Isabel Caballero, Pepe Espí Alcaraz e Isan, que me ayudaron mucho a mejorarlo.
El lugar elegido para mi desplazamiento marítimo era una isla de un archipiélago volcánico del Pacífico central, afamada por sus danza Hula originaria del pueblo polinesio que llegó a sus costas, como ahora yo también arribaba al mismo destino mediante un crucero del Atlántico al Pacífico por el canal de Panamá.
Anhelaba conocer aquellas ancestrales danzas, que según me habían contado se acompañaban con cantos e instrumentos de percusión, siendo un gran espectáculo artístico.
Estaba impaciente por conocer mundo y regresar a casa después de vivir aventuras que me hicieran madurar...
Observé un plano situado a la salida del embarcadero, pensando que no estaría mal consultarlo para adentrarme con más pericia en la jungla que separaba la costa del centro del pueblo. No paré de andar por aquellos vericuetos de hojarasca y sendas frondosas a ambos lados de un lago navegable. Por fortuna, fui topándome con algún que otro cartel indicador del pueblo más cercano que podía visitar.
Con la mochila roja a cuestas, la cámara de fotos y los auriculares para escuchar mi música favorita, caminaba despacio mientras ascendía por una pendiente que me permitía ir disfrutando de las vistas y sacar muchas fotos del majestuoso paisaje.
La temperatura era agradable, pero la humedad contribuía a sofocarme ante cualquier esfuerzo. El frenesí ante la revelación de lo desconocido zarandeaba mi corazón, que simulaba una bomba de relojería a punto de hacerme volar por los aires.
El grupo de bailarines nativo que iba a conocer, mantenía ancestrales tradiciones como aquella danza tribal, majestuosa y lasciva que despertaba la curiosidad de oleadas de turistas, entre los que me encontraba.
Deambulé entre las cabañas de barro con paja secada al sol, bajo un cielo nacarado, hasta que alguien me avisó del comienzo de la danza autóctona.
Tras un intervalo de silencio, escuché el clamor de unos tambores, anunciando la aparición de una hermosa fémina ataviada con una especie de falda con hojas y flores de hibisco. Sus senos estaban cubiertos con medios cocos pintados de negro y sujetos al cuello con unas finas ramas trenzadas. Sobre la cabeza tenía una corona floreada y hojas verdes acentuando su belleza. La gracia de sus movimientos acabó atrapándome extrañamente.
Después, un grupo de seis danzarinas engalanadas de indumentaria tradicional bailaron al ritmo de instrumentos de viento hechos con cañas huecas de bambú y tambores de pieles de animales.
Mi pensamiento, como un rayo fugaz, no cesaba de evocar a la primera bailarina, que felizmente tornó a aparecer, bamboleándose de una forma aún más atractiva, lo que me despertó un interés especial por conversar con ella cuando finalizase su intervención.
—¡Me ha encantado verte bailar! —la abordé aturdido, en un idioma con el que pude hacerme entender, al aproximarme para felicitarla.
—No te esfuerces, entiendo tu idioma —me contestó mirando unos apuntes que llevaba en la mano—, lo suficiente para adivinar tu procedencia española.
—¡Qué sorpresa! ¿Cómo aprendiste mi lengua?
—Tengo unos familiares que residieron en España y acabaron aprendiéndolo. Después les pedí que me lo enseñaran.
Creyéndome el dueño del boleto premiado, me ofrecí para seguir ayudándola a perfeccionar el idioma e intercambiarnos información sobre nuestros países.
Escabulléndonos en la orilla de un arroyo a las afueras del pueblo, acondicionado como si fuera una playa, continuamos charlando hasta el atardecer. Instante en que me invitó a albergarme en una choza deshabitada próxima a la suya para seguir hablando al otro día.
Cuando amaneció, me incorporé en la cama frotándome los ojos al escuchar el ruido de unos pies descalzos accediendo a mi cabaña. Seguidamente una voz femenina me abordó.
—Te llevaré hasta un sitio de nuestra isla que muy pocos conocen —me bisbiseó al oído, tirándome a la vez de un brazo.
—¡Espera que me vista! —contesté entusiasmado por su presencia—. ¡Todavía no me he aseado!
—No hace falta que te peines ni te laves. Donde vamos hay mucha agua.
Descendimos unas escaleras donde nos esperaba una canoa de dos plazas a la que subimos, perdiéndonos río arriba.
A unos setecientos metros contemplamos una cascada. Era el paraje que mi adorable acompañante quería mostrarme. Pasamos el día charlando, bañándonos, danzando ella y disfrutando yo de su compañía, hasta el extremo de que mientras lavaba unas frutas fui corriendo hacia ella para darle un empujoncito hasta lanzarla al agua y sacarla después en brazos. Ella presionó mi pecho contra el suyo, regalándome un beso en los labios.
—Sé que te gusto y tú a mí también. Quiero regalarte mi amuleto de la esperanza. Así, colgado en tu cuello te recordará nuestro pacto de amor —me habló con suma dulzura acariciándome la cara.
—¡Conocerte, ha sido lo más bello que me ha pasado en la vida! —le contesté fascinado por su encanto natural.
Sentía un insaciable apetito y una pasión voraz que me abrasaba por dentro. Volví de nuevo a besarla recorriendo con mis manos su delicado cuerpo, envuelto en un torbellino de emociones que hasta entonces ignoraba, lo que me acució a realizar cosas que jamás me había atrevido a hacer, como pedirla que tomara en sus manos mi órgano erecto y lo introdujera en su vagina.
Movió las caderas acomodándose a mis deseos, mientras sus pezones se le iban endureciendo lo que avivaba el fuego que nos fue manteniendo ahogados en intensos gemidos entrelazando nuestras lenguas y estallando nuestra pasión como sensuales volcanes en erupción.
El juego se prolongó durante varios minutos hasta separarnos de golpe para recuperar el aliento, mientras empezaba a disolverse el brillo solar y decidimos retornar a la canoa, pero esta vez ya íbamos tomados de la mano, sin dejar de mirarnos a los ojos como dos enamorados.
—¡Que no se entere mi padre o me mata! —balbuceó a mi oído mi atractiva bailarina y siguió hablando.
—Debía de haber acudido hace más de tres horas al espectáculo de danza que hoy también se celebraba. ¡Corre, vámonos allí!
El anciano, que nos había visto llegar desde lejos, salió de aquel improvisado teatro de danza con un garrote en la mano y un cuchillo en la otra, gritando desaforado en su lengua nativa. Al poco su hija junto al resto de los bailarines se abalanzaron sobre su padre intentando apartarlo de mí.
Observando que el padre no estaba solo, al ver que familiares y amigos venían en su ayuda, decidí escaparme a toda prisa hacia la cabaña donde dormí. Ya de madrugada cogí mi mochila roja con todas mis pertenencias dentro y me fui de allí temiendo ser descubierto.
Crucé al otro lado del puente para no ser visto por mis perseguidores. No era prudente regresar andando hasta el pueblo donde había desembarcado, por lo que alquilé una canoa muy ligera y remando río abajo salí a toda prisa.
Como no estaba muy seguro de si mis perseguidores sabrían o no dar con mis huesos, después de cavilar a lo largo del recorrido, se me ocurrió esconderme en una choza que estaba situada cerca de un acantilado de difícil acceso. Esperé hasta que se hizo de noche y colocándome un sombrero que tenía en la mochila me fui bordeando un sendero paralelo al río que me dejaba en la entrada del pueblo.
Caminando hasta la estación de autobuses, tomé el primer autocar para el aeropuerto.
Al instante de ocupar mi plaza en el avión sujeté el amuleto con mis manos y mirando por la ventanilla un escalofrío me recorrió la espalda.
Con el transcurso de los años comprendí que aquella aventura fue el preludio de un amor, imposible de olvidar.
Estrella Amaranto © Todos los derechos reservados